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UN SIGLO DE SILVINA OCAMPO (escritora argentina)

(20/07/03)


Una anécdotas que escuché a un amigo de Silvina Ocampo una vez me parece una miniatura notable tanto de su obra narrativa como de la personalidad de la autora. Cuenta que cierta vez en la casa de ésta, se conversaba sobre programas de televisión. Silvina, ya en la cincuentena, estaba recostada en su chaisse longue. Aunque ya no tenía el cuerpo de una joven, sus piernas cruzadas deslumbraban al amigo. No recuerdo a propósito de quién, éste dijo que ese actor no le gustaba para nada, que en realidad le daba asco. "¿Y no te fascina que te de asco?" Su segundo chisme dice que otra vez, Silvina y él se habían dado cita en el Rosedal. Cuando el amigo llegó, la encontró sentada en un banco con un desconocido. Enseguida procedió a las presentaciones. "Este es mi amigo Edgardo"; "Edgardo, el señor es el exhibicionista de Palermo". Más allá de su extravagancia, ambas historias ilustran las ambigüedades y violentas contradicciones de una narrativa singular no solo por lo que logró en sí misma, sino también por las aperturas y libertades que concedió a la literatura de la época.

No conocí a la Ocampo en su chaisse longue, ni le conocí el gesto de la mano ocultando parte de la cara en un encuadre enigmático que creo recordar de alguna de sus contadas fotos. La conocí en lo profundo de la vejez, afectada por el mal de Alzheimer. A fines de los años 80 me habían gustado mucho sus dos últimos libros de cuentos, Cornelia frente al espejo y Y así sucesivamente, editados en Tusquets, por su prescindencia olímpica de las mínimas convenciones literarias, como empezar y terminar el punto de vista en la misma persona. El largo relato que abre el primero, "Cornelia", es una obra teatral de un solo personaje desdoblado que, por razones obvias, sólo podía ser llevado a escena en el cine. Sus réplicas recuerdan alguna novela de Ivy Compton-Burnett y en algo a Maldición eterna a quien lea estas páginas. En los demás, tampoco queda mucho de trama y el relato se reduce al paso de una voz a través de un escenario. Voces en off en un bosque de helechos. Fue entonces que me presentaron a Silvina —yo tuve que presentarme media docena de veces. Con sus bien aprendidas lecciones de literatura inglesa, donde la obsesión por la flora y los jardines adquiere rango metafísico, ella ha sido de los pocos autores argentinos que conocen y celebran la botánica urbana. En el segundo tomo que acaba de aparecer de su Poesía completa (Emecé), hay poemas a las orquídeas, a los palos borrachos, incluso a las tumbergias, que alguna vez hubo en Plaza Francia pero que ya ni se ven en los viveros y que solo se emplean para dar intensidad al olor de los jazmines. Yo llegaba a verla con alguna azalea, cada vez de un color distinto, a fin de que me recordara y pudiéramos retomar la charla. (Se podría escribir una página entera con las contrastantes vejeces del matrimonio. Bioy pasaba el día entero en su biblioteca. Aunque la pintura y los revoques se caían a pedazos, ésta conservaba el lujo de esas paredes cubiertas de tomos hasta el techo. Bioy siempre estaba en ese cuarto, era su hogar dentro del inmenso piso de la calle Posadas. Silvina, en cambio, disminuida y un poco ausente, parecía ubicua, se la podía encontrar estudiando los gomeros por la ventana, o atravesando un pasillo, siempre con alguna enfermera. Y si se piensa en las últimas obras de ambos, en Un campeón desparejo, de Bioy, se destaca el oficio, mientras que los mencionados de Silvina muestran el punto en que un escritor ya no busca asombrar ni entretener sino que sólo respira con palabras.)

Bioy solía decir de su esposa que siempre había sido "muy original". Desde luego, era un eufemismo elegante y cariñoso para decir que Silvina era excéntrica. Los libros habían conseguido domesticar una locura creativa que adquiría sentido dentro de ciertos parámetros lógicos. S. O. nació el 21 de julio de 1903, hija menor de seis hermanas. Según le contó a Noemí Ulla en su libro de conversaciones, que acaba de reeditarse, esto siempre la hizo sentirse el "etcétera" de la familia. Al mismo tiempo, esa circunstancia debió de darle una mayor libertad ante unos padres agotados de criar hijos. La educación fue en casa, en inglés y francés. En ese mundo de sociabilidad restringida y códigos sociales, la transgresión merecía ser explorada. Una relación estrecha con el "servicio" de la casa y la dominación de las gobernantas aparecerán una y otra vez en sus relatos. ¿Qué es lo que se produce —qué clase de fluido— entre dos personas? Los intercambios de emoción, sentimientos e intensidad entre pares, entre patrones y subalternos: imaginemos la conversación vampírica entre la escritora y el exhibicionista de Palermo.

Los años 40 y 50. La revista Sur es una presencia meridiana en la escena literaria y se produce un ingreso masivo de literatura extranjera al país. Son años de oro para la edición y la traducción en la Argentina. Jorge L. Borges constituye su obra. Después de coquetear con la pintura, Silvina se ha casado con Bioy (1940), quien acaba de publicar La invención de Morel, y a instancias de su marido, se pone a escribir. Demasiadas figuras a quienes imitar.

En una alta cultura que se sentía con credenciales para la universalidad, pero que no se privaba del kitsch culterano, ella avanzaría cada vez más en el espacio de la literatura menor. Sus cuentos suponen la irrupción de subjetividades anómalas y de un torrente de personajes sin aura. A lo largo de cuatro décadas, su narrativa fue pasando gradualmente de la imaginería libresca de la clase alta —del impresionismo a lo Katherine Mansfield, en Viaje olvidado, su primer volumen de cuentos— a los demonios veladamente eróticos de la clase media —en Las invitadas—; de los relatos delicados con referencias cultas a breves episodios con tratamiento de mitos urbanos, de la biblioteca de la casa a los foros desacreditados del chisme de vecinas. Fue pasando, en fin, del tú a la disolución de la persona gramatical —en relatos como Hombres animales enredaderas.

Mientras Borges y las novelistas de la época (Silvina Bullrich, Marta Lynch o Beatriz Guido) eran las estrellas ilustradas de las revistas, Silvina se sustrajo para recrear el secreto como treta paradójica del nombre propio, monopolizado por la hermana mayor. Y custodiada por una petite societé celosa de las infidencias, encontró la libertad de hacer lo que le viniera en gana, incluido quizás el ejercicio de la bisexualidad que apenas se insinúa en su correspondencia con Alejandra Pizarnik, muy recortada por herederos o editores, y que hoy acerca su obra al campo de las lecturas de género. (En una breve historia de la homosexualidad en la Argentina, Juan José Sebreli señala, como cumbre de la pacatería argentina, el caso de una familia de clase alta que obligó a un joven a casarse con una mujer para salvar a su propia madre del escándalo social del lesbianismo. Aunque Sebreli no da nombres, en su momento se rumoreó con suspicacia algo que obviamente nunca fue confirmado: la posibilidad de que se refiriera a los Bioy. El le llevaba once años y Silvina le fue presentada efectivamente por su madre, como "la más original de las Ocampo". En cualquier caso, vivieron juntos más de cinco décadas. Complemento del vouyeur que es todo lector, quedan dos fotos de Silvina y su suegra en un souvenir de 1953.)

Nunca se ha destacado lo suficiente la incidencia del cuento infantil y del género fantástico según lo ejerció Lewis Carroll, en los relatos de madurez de Ocampo. Son cuentos de animales mágicos, a veces humanizados, de metamorfosis extremas que siempre desafían lo inverosímil. Pensemos en "La peluca", en el "Diario de Porfiria Bernal" o en "Miren como se aman", donde un mono de circo se convierte en príncipe: en ellos lo siniestro despega en un giro humorístico y los hechos atroces reciben una luz naif, propia del cuento infantil. Todos cuentan historias de personajes en busca de un destino no humano. Esto los vuelve temáticamente muy modernos, pese a una prosa por momentos demasiado apegada al bien decir.

Pero importa sobre todo que con el acontecimiento fantástico irrumpe un tropel de voces subalternas, que preludian y habilitan otras más radicales, las de Manuel Puig y J. R. Wilcock —ambos muy amigos de Silvina. Porteros, cocineros, modistas, peluqueras, sirvientas, ella inventa en esas subjetividades los materiales de lo cursi —sobre todo, lo cursi femenino. (¿Dónde estará lo cursi masculino?, ¿en la narrativa épica que ensalza el heroísmo y la militancia, en la novela histórica o la de acción, en el realismo sucio?) Más radicales: Wilcock llevará las metamorfosis fantásticas de Silvina a la literatura del absurdo —notablemente en El estereoscopio de los solitarios y El libro de los monstruos—, y Puig va a convertir lo costumbrista ocampiano en el gran archivo fonográfico de voces ínfimas: las del homosexual, la mucama, el lisiado. Donde Wilcock escribirá cuentos del absurdo para adultos infantiles, Silvina ya ha escrito cuentos folklóricos para niños freak.

Como en los cuentos infantiles, los nombres tienen gran importancia. A veces son tan artificiosos que parecen seudónimos de actores. Cada relato de Los días de la noche o La furia despliega todas las posibilidades de un nombre estrafalario: Edimia Urbino, Gilberta Pax, Valentín Brumana, Coral Fernández, Irma Peinate, Leopoldina Yapurra. En uno de los mejores artículos críticos que se pueden leer sobre Ocampo, Sylvia Molloy estudió la exageración en estos relatos. Todos esos nombres sustentan, en su hipérbole estilística, los prodigios de los que serán protagonistas; ellos justifican a su vez la inverosimilitud. (Y no dejan de tener un costado costumbrista aun en lo fantástico: como escribe Bruce Chatwin, basta abrir una guía telefónica argentina para ver las mezclas insólitas de la inmigración.)

Hay, sin embargo, otra Silvina que sujeta su crueldad y miniaturiza lo fantástico en delicadas cápsulas, como en "Los grifos" o "Ana Valerga". En "Las Fotografías", uno de los más perfectos, la muerte, tan esquiva como ella, se deja por fin retratar y resulta no ser otra que la mismísima Pola Negri. Por una vez, y a pesar suyo, ese secreto pudo revelarse.


M. Sánchez es editora de esta sección. Preparó la antología de S. Ocampo Las reglas del secreto, FCE.



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