CASLA - NOTÍCIAS


Todos matamos a Allende (Roberto Ampuero)

(10/09/03)


Fecha edición: 07-09-2003
Roberto Ampuero


"Brindo por su excelencia, el Presidente de la República, y por la lealtad de las Fuerzas Armadas a su gobierno", palabras escuchadas a Augusto Pinochet ante Salvador Allende, en el Club Militar, agosto de 1973. La versión maniquea sobre la historia reciente de Chile funciona a las mil maravillas cuando se describen escenas como estas o se revelan las operaciones encubiertas de Washington contra el gobierno de la Unidad Popular, la sedición de la derecha y posteriormente el papel represivo del régimen militar. Sin embargo, esta visión, que condena con legitimidad la intervención estadounidense, la conspiración y la violación de derechos humanos, se nutre de una interpretación sesgada de lo ocurrido, que impide la renovación de la izquierda y oculta algo clave: la responsabilidad de la propia izquierda en el trágico fin de la UP y Allende, un líder demócrata y masón, lo que a menudo se soslaya.

Allende no era Cristo. Por lo tanto, su sangre derramada no redime a la izquierda. Por el contrario, 30 años después de lo ocurrido, esa sangre -y la de las víctimas de la represión- exige una autocrítica radical de sus dirigentes, de aquellos que durante la UP adoptaron posiciones ultraizquierdistas y posteriormente lideraron el exilio y luego, ya en democracia, la política nacional. El sacrificio de un mandatario consecuente e idealista como Allende no libera de responsabilidad a esa izquierda -compuesta esencialmente por los partidos socialista, MIR, Mapu e Izquierda Cristiana- que reventó a partir de 1970 el sistema "burgués" chileno a pesar de que, con sus imperfecciones e inequidades, era más democrático y perfectible que el socialismo cubano, ruso o búlgaro que afiebraba las cabezas de nuestros líderes de entonces. La primera responsabilidad de la izquierda es haber arrojado por la borda nuestro sistema democrático para intentar reemplazarlo por uno que, ante cualquier sujeto razonable, había fracasado en Europa, Asia y la Cuba fidelista, al menos como modelo para Chile.

Ya antes de asumir el gobierno en 1970, presa de una interpretación ideologizada de la realidad, la izquierda -con excepción del partido comunista- había declarado caduco el orden chileno y se planteaba, por la vía armada y/o pacífica, la "demolición" leninista del Estado burgués. Lo asombroso es que ni el hecho de contar con el Poder Ejecutivo ni con una porción del Legislativo le abrió a esa izquierda los ojos para ver los espacios de transformación social que ofrecía el Estado chileno de 1970. En lugar de avanzar en términos graduales, como se lo proponía el programa de la UP, los partidos socialistas, MIR, Mapu e IC jugaron a rebasar a Allende, impulsando la expropiación masiva y arbitraria de fábricas y tierras, exigiendo el establecimiento de un sistema educativo único y un ejército "democrático", exhibiendo milicias que más tarde probarían ser sólo simulacros destinados a intimidar a la derecha. Obviamente que eso contribuyó -así como la conspiración opositora- a deteriorar la economía y provocar a la derecha y a los acreedores chilenos. La dirigencia izquierdista, en una suerte de conspiración contra Allende, acusando de "mencheviques" a quienes se mantenían fieles a los cambios graduales de la UP, desconocieron la vigencia del sistema democrático, que constituía el marco en el cual Allende había concebido su revolución de "empanadas y vino tinto" y en el cual, en 1970, parlamentarios de distintas tendencias lo habían elegido mandatario pese a contar sólo con 36,6% de los sufragios. No hay que olvidar que el 22 de agosto de 1973, en medio de una situación de violencia política aguda, la Cámara de Diputados declaró ilegal al gobierno de la UP. En verdad, la inmortalidad de Allende comienza con su suicidio en La Moneda, con un suicidio que no sólo acusa a Pinochet, a la derecha y a la intervención estadounidense, sino también a sus aliados que lo dejaron a la deriva. Su sacrificio, huérfano de los líderes de la UP, representa dramáticamente la soledad y traición de que fue objeto Allende por parte de una dirigencia que coqueteaba con la vía armada, pero que a la hora de los tiros se esfumó en gran medida y que hoy, en su mayoría, es neoliberal y de centroizquierda. En rigor, Pinochet le dio en 1973 el tiro de gracia al orden democrático que sectores de la izquierda ya habían arrojado por la borda en 1970.

La muerte de Allende está llena de símbolos. Su suicidio con el fusil que le regaló Fidel Castro también lo es. Pese a que Castro se presenta siempre como su amigo, en el fondo no compartía su fe en la vía electoral. No podía ser de otro modo: Allende ganó innumerables elecciones a lo largo de su vida, Castro no ganó nunca. Castro jugó un rol decisivo en el desgaste de Allende: primero con la organización y el financiamiento del movimiento MIR, que se planteaba el socialismo mediante la vía armada; después con el adiestramiento militar de jóvenes de izquierda, y más tarde con su visita oficial de 21 días a Chile, cuando el gobierno de la UP no pudo deshacerse de huésped tan inoportuno como injerencista. Durante un mes, y sin importarle el daño que le ocasionaba al gobierno, Castro -el mismo que bajó de la Sierra Maestra llevando escapularios al pecho- se paseó por Chile alabando en concentraciones las medidas radicales de su propio régimen, denostando la democracia parlamentaria, enseñando cómo se hace una revolución marxista, poniendo los pelos de punta a la derecha, los militares y Estados Unidos. A su última presentación popular, en el Estadio Nacional, Allende simplemente no asistió, y Castro no pudo llenar el recinto. El cubano jugó acá a ganador: públicamente expresaba su apoyo al allendismo, pero al mismo tiempo manejaba con el Departamento América a muchachos adiestrados militarmente en Cuba. Castro tuvo incluso la osadía de mantener en Chile a dos altos oficiales de tropas especiales con pasaporte diplomático que coordinaban acciones de ultraizquierda. Fueron los hermanos De la Guardia, uno de ellos ejecutado y el otro condenado a perpetua por supuesto involucramiento en narcotráfico. Pero Castro también intentó apoderarse de la versión de su muerte: en la Plaza de la Revolución sostuvo el 28 de setiembre de 1973 que Allende había caído en La Moneda envuelto en una bandera chilena, disparando con el fusil que él le había regalado. De esa forma eludía su responsabilidad injerencista y convertía de paso a Allende en un ser que al final de su existencia renegaba de su filosofía pacífica y, abrazando su fusil, reconocía que la clave emancipadora para la región estaba en la vía armada. En verdad Castro no pudo mirar a los ojos el sacrificio de Allende por la sencilla razón de que la única vez que estuvo rodeado por el enemigo, después del asalto al Cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953, se rindió y entregó sin rasguño alguno al Ejército batistiano. Pero Allende, desde su muerte, no se equivocó: la vía para construir una América Latina equitativa, digna y democrática pasa hoy más que nunca por su estrategia de sumar mayorías para aprobar y consolidar los profundos cambios que la región necesita.

Condenemos los crímenes de la dictadura, exijamos justicia plena y verdad, pero no idealicemos a la UP. El llanterío ininterrumpido de la izquierda en el exilio y el país, y la rasgadura de vestiduras de quienes hoy se proclaman admiradores de Allende, aunque ayer lo hostigaron y abandonaron, sólo han servido para que la izquierda eluda responsabilidades y quede sin capacidad para explicar el porqué 30 años después del establecimiento de un régimen siniestro, un líder de centroderecha, que en su juventud se identificó con el gobierno militar, sea hoy el político más popular de Chile y probablemente el próximo mandatario.

Al final de todo queda lo siguiente: un Presidente que se inmoló en La Moneda y se negó a seguir a los presidentes depuestos de América Latina en su fuga a paraísos fiscales para disfrutar de la fortuna robada al Estado, miles de compatriotas torturados o asesinados; un exilio masivo; una dirigencia izquierdista que, como ave Fénix, se reinstala en el poder, unos como políticos renovados, otros como asesores internacionales, algunos como fervorosos lobbystas de los mismos intereses que hace 30 años intentaron expropiar sin éxito, y una historia trágica y contradictoria que ha servido también para que muchos podamos vivir de sus lecciones, reflexión y relato. Pero también queda un país que busca realizar sus sueños a través de una paciente y a veces exasperantemente lenta profundización de la democracia. Sí, a Allende lo matamos todos, pero por fortuna perdura su ejemplo de honestidad, consecuencia e idealismo social. Sin Salvador Allende, Chile sería hoy menos digno.



há mais de 20 anos na Luta pela Integração Latino-Americana