Malas costumbres - por Eduardo Galeano
(25/01/04)
Un pequeño gesto de dignidad nacional desató tremendo escándalo a principios de este año. En todo el mundo la prensa le dedicó títulos de primera página, como informando de algo rarísimo, algo así como: “Hombre muerde perro”.
¿Qué había ocurrido? Brasil estaba exigiendo a los visitantes estadounidenses lo mismo que Estados Unidos exige a los visitantes brasileños: visa en el pasaporte y fichaje en la frontera, incluyendo foto y huella digital.
Muchos condenaron ese acto de normalidad como una expresión de peligrosa locura. Quizá, si el mundo no estuviera tan mal acostumbrado, las cosas se hubieran visto de otro modo. Al fin y al cabo, lo anormal no era que el presidente Lula actuara así, sino que fuera el único: lo anormal era que los demás aceptaran sin chistar esas condiciones que Bush impuso a todos los países, con excepción de unos pocos privilegiados que están más allá de cualquier sospecha de terrorismo y maldad.
Todo se explicaba, faltaba más, por el 11 de septiembre. Esta tragedia, que el presidente Bush sigue utilizando como una póliza de perpetua impunidad, obliga a su país a defenderse sin bajar nunca la guardia.
Sin embargo, como cualquiera sabe, ningún brasileño ha tenido nada que ver con la caída de las Torres Gemelas de Nueva York. En cambio, como pocos recuerdan, el más grave atentado terrorista de toda la historia del Brasil, el golpe de estado de 1964, contó con la fundamental participación política, económica, militar y periodística de los Estados Unidos.
Este asunto de los fichajes de viajeros, que tanto lío armó, no es más que un caso de justicia retributiva, y sería ridículo confundirlo con una tardía venganza histórica. Pero las rutinas de la indignidad tienen mucho que ver, en América latina, con la mala costumbre de la amnesia, de modo que no está demás recordar que la participación oficial y oficiosa de los Estados Unidos en aquel golpe de Estado terrorista ha sido documentalmente probada y confesada por sus principales actores. Y valdría la pena recordar también que ese cuartelazo no sólo abrió paso a una larga dictadura militar, sino que además asesinó y sepultó las reformas sociales que el gobierno democrático de Joao Goulart estaba llevando adelante para que fuera menos injusto el país más injusto del mundo.
Aquel impulso justiciero demoró cuarenta años en resucitar. En esos cuarenta años, ¿cuántos niños brasileños murieron de hambre? El terrorismo que mata por hambre no es menos abominable que el que mata por bomba.
Malas costumbres: indignidad, amnesia, resignación. Por miedo, nos cuesta cambiarlas; por pereza mental, nos cuesta imaginarnos sin ellas.
Se nos hace inconcebible el revés de la trama, la contracara de cada cara. Preguntarnos, pongamos por caso, ¿qué hubiera pasado si Irak hubiera invadido Estados Unidos, con el pretexto de que Estados Unidos tiene armas de destrucción masiva? ¿Y si la embajada de Venezuela en Washington hubiera impulsado y aplaudido un golpe de Estado contra George W. Bush, como hizo la embajada de Estados Unidos en Caracas contra Hugo Chávez? ¿Y si el gobierno de Cuba hubiera organizado 637 tentativas de asesinato contra los presidentes de los Estados Unidos, en respuesta a las 637 veces que intentaron matar a Fidel Castro?
¿Y qué pasaría si los países del sur del mundo se negaran a aceptar ni una sola de las condiciones impuestas por el Fondo Monetario y el Banco Mundial, a menos que estos organismos empezaran por imponerlas a Estados Unidos, que es el mayor deudor del planeta? ¿Y si el sur aplicara los subsidios y los aranceles que los países ricos practican en casa y prohíben afuera? ¿Y si?
Malas costumbres: el fatalismo. Aceptamos lo inaceptable como si fuera parte del orden natural de las cosas y como si no hubiera otro orden posible. El sol enfría, la libertad oprime, la integración desintegra: nos guste o no nos guste, no hay manera de evitarlo. Elija usted entre eso o eso. Así se vende, por ejemplo, el ALCA.
Allá en el principio de los tiempos, el viejo Zeus, el mandón mayor, no se equivocó. Entre todos los moradores del Olimpo griego, Hermes era el más mentiroso, el tramposo que a todos engañaba, el ladrón que todo robaba. Zeus le regaló unas sandalias con alitas de oro y lo nombró dios del comercio. Fue Hermes, después llamado Mercurio, quien engendró la Organización Mundial del Comercio, el Nafta, el ALCA y otras criaturas concebidas a su imagen y semejanza.
El Nafta, el acuerdo comercial entre los Estados Unidos, Canadá y México, acaba de cumplir diez años. La mano de Hermes ha guiado, paso a paso, toda su infancia. Vida y obra del Nafta, primera década: recordemos no más que un par de episodios reveladores de lo que nos espera si se concreta el ALCA y esta llamada libertad de comercio, humilladora de soberanías, se extiende a todo el espacio americano:
u En 1996, el gobierno de Canadá prohibió la venta de “una neurotoxina peligrosa para la salud humana”. Era un aditivo para la gasolina, fabricado por la empresa estadounidense Ethyl. Ese aditivo tóxico, prohibido en los Estados Unidos, sólo se vendía en Canadá. La empresa Ethyl, que lleva muchos años dedicada a la noble misión de envenenar a los países extranjeros, reaccionó demandando al estado canadiense porque la prohibición de su producto liquidaba sus ventas, dañaba su reputación e implicaba “una expropiación”. Los abogados canadienses advirtieron a su gobierno que estaba perdido: no había nada qué hacer. En el Nafta, las empresas mandan. A mediados de 1998, el gobierno de Canadá levantó la prohibición, pagó una indemnización de trece millones de dólares a la empresa Ethyl y le pidió disculpas.
u En 1995, otra empresa estadounidense, Metalclad, no pudo reabrir un depósito de basura tóxica en el estado mexicano de San Luis Potosí. Lo impidió la población, machetes en mano, para que la empresa basurera no continuara envenenando la tierra y las napas subterráneas de agua. Metalclad demandó al gobierno de México por ese “acto de expropiación”. Según lo establecido por el tratado de libre comercio, en el año 2001 la empresa recibió una indemnización de diecisiete millones de dólares.
La Organización de las Naciones Unidas nació al fin de la Segunda Guerra Mundial. John Fitzgerald Kennedy y Orson Welles estuvieron entre los dos mil quinientos periodistas que publicaron crónicas del gran acontecimiento. La Carta fundacional de las Naciones Unidas estableció “la igualdad de derechos de las naciones grandes y pequeñas”. Era la gran promesa: a partir de la igualdad soberana de todos sus miembros, el nuevo organismo internacional iba a cambiar el rumbo de la historia de la humanidad.
Sesenta años después, a la vista está. Cambió para peor.
Pero las malas costumbres no son un destino, y son cada vez más los países que se están hartando de recitar el papel del bobo en esta gran farsa universal.
Hace un año, comprobaba Thomas Dawson, vocero del Fondo Monetario Internacional: “Tenemos muchos alumnos destacados en América latina”. Era el lenguaje de siempre. Ahora, advierte el presidente argentino Néstor Kirchner: “Ya no somos alfombra”. Es el nuevo lenguaje.
Nuevo lenguaje, nueva actitud. Nuestros países se llevan muy mal con sus pueblos y se llevan todavía peor con sus vecinos, y ésta es una larga y triste historia de divorcios. Pero las más recientes reuniones internacionales –en Cancún, en Monterrey– han sido sacudidas por el soplo de vientos que el aire agradece. Después de tantos años de soledad, los débiles estamos empezando a entender que por separado estamos fritos. Ya pocos creen, como el presidente uruguayo Jorge Batlle, que todavía podemos aspirar a ser mendigos felices. Hasta los más cabezaduras se están convenciendo de que en este vasto humilladero, donde los poderosos practican impunemente el proteccionismo comercial, la extorsión financiera y la violencia militar, la dignidad es compartida o no es.
Habría que apurarse, digo yo, antes de que quedemos igualitos a las fotos ésas que están llegando de Marte.
|