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El color de la violencia: romance do colombiano FERNANDO VALLEJO

(19/01/03)


UN MAESTRO DE LA INJURIA
El color de la violencia

Poco difundida en Argentina, leída en toda Latinoamérica, la prosa del colombiano Fernando Vallejo dinamita la lengua con partes iguales de pesimismo conservador y una furiosa persistencia del deseo.

GONZALO AGUILAR.


A falta de términos más exactos, el colombiano Fernando Vallejo podría definirse como un conservador negro e inconformista. Varios de los tópicos conservadores pueden encontrarse en sus libros: el hombre como lobo del hombre y la nostalgia por el pasado, el odio al pueblo y a la democracia, la obsesión por el orden y el miedo al cambio, las alarmas ante la degradación del idioma y el crecimiento demográfico. Hasta sus permanentes injurias y su cinismo tienen algo de quien ha decidido retirarse del mundo. Sin embargo, un detalle significativo lo aleja de posiciones esquemáticas: su prédica (su literatura tiene bastante de salmodia) no busca una comunidad de creencia (es rabiosamente anticlerical) sino de deseo. Su mirada conservadora ofrece una crítica radical de los valores actuales, mientras la persecución del deseo da ese toque mordaz, desmesurado y aberrante que lo hace un autor excepcional.

Pero Vallejo no comenzó siendo escritor. Biólogo de profesión, su primera inclinación artística fue el cine. Llegó a dirigir tres largometrajes en México, donde vive desde 1971, en los que trata de reconstruir el Medellín de su infancia y juventud. Después de haber escrito un tratado sobre la gramática de la narración (Logoi de 1983) y dos biografías sobre poetas de su tierra (José Asunción Silva y Porfirio Barba Jacob), Vallejo no ha hecho más que escribir una sola historia que se va desgranando en varios libros: la novela de su vida. Escritos entre 1985 y 1993, los primeros cinco volúmenes fueron reunidos por su autor, en 1999, bajo el título El río del tiempo. Inicia la serie Los días azules, que cuenta su infancia en Medellín y en la finca de su abuela, y que entrevera —como todas las otras— la evocación del pasado con su vida actual en México. El fuego secreto rescata su iniciación en las drogas, en el aguardiente y el trato con los muchachos pederastas. Los caminos a Roma y Años de indulgencia narran viajes por Europa y Estados Unidos, desde que, en los años cincuenta, abandonó su país para estudiar cine en Roma. Entre fantasmas, la última novela de la serie, comienza con el terremoto de México y es definida por el autor como un "tratado de tanatología": instrucciones para reconocer a la muerte y tener tratos cotidianos con ella. Aunque se centra en diferentes momentos de su vida, varias escenas retornan con frecuencia (la finca de la abuela, el globo de navidad, el auto de su hermano Darío), como si no se tratara de someter la escritura a la biografía sino a los ritmos de la memoria.

Los libros que siguieron a las novelas que forman El río del tiempo no se desviaron de este camino y profundizaron el mismo proyecto. La Virgen de los Sicarios (1994) significó la consagración definitiva de Vallejo, sobre todo después de que Barbet Schroeder la llevó al cine: una vez más, él es el protagonista en una Medellín en pleno proceso de descomposición debido a la violencia desatada por los Carteles y sus esbirros, los sicarios. El narrador vuelve, como en los viejos tiempos, a la caza de adolescentes, pero encuentra, en un mismo cuerpo —el de esos jóvenes sicarios— los goces del amor y de la muerte. Solo que ese goce termina en un vacío no menos frenético y decepcionante. Después vino El desbarrancadero (2001), novela cruel que cuenta las muertes de su padre y de su hermano Darío. La muerte del hermano, por causa del sida, es decisiva para el escritor porque señala el fin de su vínculo con los vivos: Vallejo se considera desde entonces un muerto en vida, tema que elabora en su última novela, La Rambla paralela, que se ha distribuido en España y México.

En su recorrido hacia el pasado, las novelas de Vallejo no tienden a construir una épica, a fundar ningún orden social imaginario ni a entregarnos ningún mito compensatorio. Los mitos con los que se cruza en su camino reciben su sorna y su mordacidad desmesurada. Bolívar, por ejemplo, que en García Márquez recibió óleos de héroe con El general en su laberinto, se convierte en Vallejo en un personaje fraudulento y ambicioso, incapaz de fundar algo sólido o duradero. "¿De qué nos liberó?" se pregunta el narrador una y otra vez, y al final de El fuego secreto, imagina que quema su estatua: "Ardía el mármol, ardía el bronce, ardía el caballo, ardía el héroe. ¡Adiós gran hijueputa!". Las fundaciones narrativas de la nacionalidad que entregó el boom latinoamericano no son ni siquiera parodiadas en Vallejo. Aparecen más bien como quimeras ridículas a las que es mejor olvidar. A diferencia del narrador cubano Reinaldo Arenas, que escribió toda su obra contra Fidel Castro y Alejo Carpentier, Vallejo ignora las narrativas del boom y va en busca de su "yo obstinado". Vallejo persigue una identidad fantasmal en el paso del tiempo y no hay nación o pueblo que pueda otorgársela. Sólo queda la soledad de la escritura y el solipsismo de la memoria. Ante las épicas de fundación del boom, la voz de Vallejo (como la de Reinaldo Arenas, Roberto Bolaño o Rodrigo Rey Rosa) parece el saldo sobreviviente de una fundación mal hecha, construida sobre la base de exclusiones y silenciamientos.

En La Rambla paralela, Vallejo narra su propia muerte. El escritor viaja a Barcelona para asisitir a la presentación de su libro en una Feria en la que Colombia es el invitado especial. En su cuarto de hotel, el escritor toma conciencia de su estado cuando se topa con un espejo: "entonces vi en el espejo al hombre que creía estaba vivo pero no: como le acababan de decir, en efecto, estaba muerto". Comienzan así las andanzas de este cadáver por la ciudad tratando de recuperar algo de sus viajes juveniles. El relato de La Rambla paralela es tan intenso como el de los libros anteriores, pero el goce y la alegría se vuelven más raros: el tiempo es cada vez más destructivo y la felicidad más renuente. Sin embargo, pese a que las diatribas se suceden a veces sin motivación —como si el placer de injuriar fuera mayor que el de discriminar—, siempre hay algo liberador en la voz de ese narrador desasosegado.

El improperio y la injuria, la blasfemia y el ruego animan toda su obra. Monotemático y obsesivo, embiste una y otra vez contra sus enemigos predilectos: Bolívar y Colombia, Octavio Paz y los musulmanes, Juan Pablo II y los curas, las mujeres embarazadas y su madre, "La Loca". Nada queda de las creencias religiosas o nacionales que sostuvieron las ficciones sociales. Sólo queda el deseo (en Vallejo, el deseo homosexual), y éste también se está extinguiendo en una sociedad que sigue rindiendo pleitesía a los ídolos huecos o corruptos. Sus furias, de todos modos, exceden al género humano. La "nada negra" de Vallejo se dirige, sobre todo, contra el Destino y su lacayo, el tiempo que todo lo destroza y arruina. Pese a que cuenta con las fuerzas de lo inevitable, se propone domarlo mediante la escritura de la memoria, porque "si bien el destino avanza recto, como saeta, el recuerdo, licencioso, se puede permitir sus libertades, e ir y venir y volver y planear". Ese "ir y venir y volver" es la escritura desesperada de Vallejo que quiere arrancarle a la fatalidad los fulgores de la felicidad, la misma que se encuentra encerrada en ese enorme globo iluminado que Fernando niño echó a volar en una noche de navidad. Cada vez que la felicidad reaparece (en una mirada de su perra, Bruja, en la noche de sexo con un adolescente o en las andanzas con su hermano), es como si se volviera a contar esa noche primigenia.

La Felicidad, sin embargo, no sólo está en esas escenas del pasado sino que también se encuentra en la retórica rítmica de esa prosa sonora e hipnótica que persigue la melodía del bolero carnal o de la ópera sublime. Esta aspiración a la música es la cifra secreta de La Rambla paralela, como cuando el narrador recuerda la noche en que escapó con un chulo después de haber asistido a la representación de Orfeo ed Euridice de Gluck: "Una voz inefable velada de violeta fue desgarrando entonces el velo de las tinieblas del tiempo". Orfeo no solo fue el personaje mítico que derrotó al hado, sino que también fue quien, contra las advertencias divinas, miró hacia atrás y destruyó el pasado que quiso rescatar de la muerte. Pero en ese instante de destrucción Orfeo logró ver, también, el goce, la belleza, la felicidad. Entre sus maledicencias proliferantes y sus fantasmas mudos, Vallejo nos entrega esas insistentes luces, como las de un globo que asciende en la noche estrellada.



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