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ENTREVISTA: JUAN JOSE SAER (escritor argentino)

(20/12/03)


Juan José Saer vive en París desde 1968 pero toda su obra remite a una zona del litoral santafesino. Ñ siguió al gran escritor por la geografía de su ficción. Y anticipa escenas de "La Grande", la ambiciosa novela que está preparando.

Los viejos acá, para poder hacer el amor, tienen que pagar. Yo creo que existe el capitalismo porque nadie quiere acostarse con un viejo. Parece una broma, pero no lo es. Hay todo un razonamiento...

- —¿Cuál es?-

—El poder: es económico y sexual. Y la sexualidad se ejerce en sujetos jóvenes. Asegurarse la supervivencia de la sensualidad significa también dinero. Los ricos quieren ser ricos porque nadie se quiere acostar con un viejo. Charles Fourier decía que los jóvenes tienen que seguir el "angelismo" y darse a los viejos como premio por haber llevado la sociedad en armonía.

- —Una utopía...-

—Lo que usted diga, pero hay que pensar que cambiar las condiciones materiales de existencia, modifica la conciencia.

Dice Saer este pregón erótico-marxista mientras caminamos sendero abajo por un paraje del suburbio santafesino. Ahora son las doce del mediodía de un día nublado y denso —el alba de una tormenta que hizo estragos en las inmediaciones de Santa Fe— y Saer señala con su índice un horizonte a orillas del río Colastiné, todo sudestada y camalotes que flotan contra corriente, marcha atrás. Como arrepentidos.

"Por ahí, ve, por donde se ve ese monte de aromos, ahí está el arroyo Tiradero". Es un nombre con el suficiente octanaje picaresco como para establecer una frecuencia cómplice con el escritor de 66 años que asume que sí, que eso de "Tiradero" trae con la sudestada escenas de juventud y "escaramuzas" bajo los aromos. Entonces, aquel fragmento de conversación azarosa resultó una deliciosa introducción saeriana para visitar este lugar —río Colastiné, mediodía santafesino—, una de las paradas sugeridas por el escritor para revisar los lugares míticos de su escritura.

Hay que explicar este safari Saer. Vinimos hasta Santa Fe —atravesando un tornado que dejó trece muertos en las inmediaciones de Rosario— para recorrer, junto con el escritor, Colastiné, playa Rincón, Santa Fe y Serodino. Un día entero por los escenarios de su vida y ficción. Y después, el regreso a Buenos Aires, en la ruta con uno de los mejores escritores vivos de la Argentina.

Saer vive en París desde 1968, donde se afincó para enseñar literatura en la Universidad de Rennes. Desde entonces ha escrito unos quince libros que entremezclan y subvierten las reglas de la novela, la poesía, el cuento y el ensayo. Esa parte del catálogo Saer, fue escrita en París, sí, con estas manos pequeñas ejecutando imágenes y sensaciones que siempre remiten a este aquí y ahora: un brazo marrón del Paraná, que baña un banco sucio de arena gruesa y Saer puebla, invariablemente, de fantasmas/personajes atrapados aquí, entre la pampa gringa y chata y el litoral santafesino.

Desde que se jubiló como profesor en Rennes, Saer viene planeando la que, dice, será su novela más extensa y ambiciosa. Sabe que se llamará "La Grande" y la escribirá en París ("no volveré a vivir en Argentina", insiste), pero las futuras palabras ya están aquí, ribera del río Colastiné, dos pesos de precario peaje a un lugareño panzón, tatuado y con un ominoso tajo en el abdomen.

"Vea, más o menos así empieza mi nueva novela —dice Saer afinando la mirada como un cineasta en el set—. Está este río, el cielo con unas nubes pesadas como éstas, este calor y hay olitas como las que forma la sudestada ahora. Bueno, puede que sean un poco más grandes".

Se ve. Saer está de regreso, en el laboratorio de sus sensaciones y lugares emblemáticos y recoge el comienzo de lo que será —ya es— uno de los libros más esperados. Lo hace y señala las cosas santafesinas como si las viera dispuestas en una maqueta de esas que usan los arquitectos. El también está ahí, de algún modo viéndose a sí mismo, un muñequito Saer que está hecho de todas sus historias y personajes.

En el camino a esta playita —a veinte minutos del centro de Santa Fe— ya había insinuado esta capacidad para hacer de lo que veíamos por la ventanilla del remís un espejo filtrado por su imaginación y experiencia. Un guía espiritual e imaginario del litoral santafesino. Dejamos atrás el camino de circunvalación que conduce de Santa Fe a Paraná y Saer, en ese momento, se sobresalta frente a un shopping gigantesco que está por venir, que ahora pasa por la ventanilla derecha del auto. Ahí.

"Ahí está: el coloso del pantano". Uno mira y ve un shopping, uno más, bah. Pero no; es, máquina Saer mediante, el coloso del pantano. "Tengo pensado incluirlo en mi nueva novela al coloso del pantano. Es que, ustedes no lo van a creer, pero debajo de este shopping hay un pantano enorme. Si todavía se ve, miren ahí, ahí...". Lo mismo, después, para ese punto inexpresivo del río ahora convertido en otro cartel luminoso del safari Saer. Ese punto que es "el lugar donde sucede El Limonero Real", su gran novela de 1974, según dice.

O frente a ese caballo clarito que se pasea mientras Saer disfruta del silencio. "Mire, un bayo blanco como el de Nadie nada nunca". Y se ríe, pícaro, entornando la mirada bajo los anteojos. "Ustedes van a creer que esto fue armado por mí, ¿no? Pero no, no...", se ríe más fuerte. Saer ha escrito y escribe, entonces, de todas estas cosas. Y todo este viaje parece, al fin y al cabo, una inmersión tridimensional en sus libros con el mejor guía posible.


Confitería Las Delicias, Santa Fe centro

Ahí está Saer. Pasaron diez minutos de las once de la mañana, la hora en que me citó en esta espléndida confitería Las Delicias del centro de Santa Fe. La idea era charlar un rato y planificar el viaje posterior. Saer entró de espaldas a mí y se quedó así tratando de ubicarme en la mitad de la confitería donde, justamente, no estoy. Son unos segundos que decido tomarme para jugar al hombre invisible. Saer tiene puesto el mismo conjunto que le había visto en Buenos Aires, un año atrás. Saco azul, pantalón color té con leche y una camisa a cuadros de mangas cortas. Los zapatos parecen viejos. Saer, un hijo de sirios que se ve un poco como Alberto Sordi, nunca aparenta haber pasado más tiempo en París que acá, la calle San Martín de Santa Fe.

Esta confitería de inspiración vienesa representa para el escritor la arquitectura que lo devolvió a esta ciudad desde los ojos de un extraño, doce mil kilómetros al norte. Fue en una vinería, en París, décadas atrás, que un francés casi anciano reconoció la argentinidad de Saer y le preguntó por Santa Fe, primero, y por este lugar, Las Delicias, después, buscando traer el recuerdo de "la señorita de la hamaca", un mito santafesino, de alguna noche de baile entre 1927 y 1937.

"No conocí a la señorita de la hamaca pero averigüé y existía. Eran dos hermanas bellísimas de las que hablaba toda la ciudad". El escritor tenía diez u once años cuando llegó a esta ciudad desde el campo. Las Delicias ya no era una confitería bailable para entonces y Saer, un poeta inmiscuido en el circuito del teatro independiente, frecuentaría otro lugar, a pocas cuadras de esta mesa que ahora ostenta un compacto alfajor mil hojas ("¿Mil hojas? ¡Esto es un alfajor santafesino, lo suyo es apropiación cultural!) verdadero panzer del desayuno.

"Mi lugar fue el bar de la galería, la primer galería que hubo en Santa Fe, siempre se la conoció así: la galería". Es imposible no imaginar a los personajes/fantasmas de Saer enfrascados en ese bar: Tomatis, Barco, Leto, Garay, el Matemático y esas mujeres de ironía devastadora que pueblan sus escritos. Todas esas criaturas —nombres que Saer pescó en la tienda de ramos generales de su familia en Serodino— han estado, lo están cada vez que alguien lee, caminando por esta calle San Martín que Saer mira desde una de las mesas de Las Delicias.

Le digo a Saer que muchos de sus lectores imaginan que estos personajes viven, respiran, aman, son señoras y señores que él frecuenta en cada viaje como una especie de manantial secreto. Que se preguntan, por ejemplo, si Carlos Tomatis, su supuesto alter ego o al menos su personaje fetiche en cuentos y novelas, es Saer. ¿Es?

"No de ninguna manera —cruza Saer—. Muchas personas me lo han preguntado eso. Todos los personajes tienen algo de uno y algo que no. Tomatis tiene muchos elementos míos como hay otros personajes, femeninos inclusive, que los tienen. La ficción contiene elementos autobiográficos pero su único objetivo es ser ficción. A ver: en mi nueva novela, Tomatis tiene toda una teoría sobre Edipo Rey. Es suya, yo no tengo ninguna teoría.

- —Vamos, es usted quien pone las palabras...-

—Yo no tomo un texto como algo tangible, con los personajes pasa lo mismo. A las personas no las conocemos linealmente como se conocen en las novelas de Isabel Allende, de principio a fin. Yo tiendo a borronear las explicaciones. A pesar de que muchos de mis relatos están compuestos en líneas claras, hablando en términos de historieta. Pero esa línea clara nunca es suficientemente explicativa en cuanto a la trama. Yo trato de darle a todo lo que cuento cierta opacidad.

- —¿No le teme al hermetismo?-

—No. Yo no lo hago por capricho, para dejar al lector fuera sino porque así percibo el mundo. Mi hermano murió hace tres años y le juro que hay cosas que nunca supe de él. Quiero transmitir eso. Por eso, mis relatos tienen siempre un final abierto. Yo lo llamo "la política de la decepción". Creo que esa opacidad, que heredamos de Joyce y Kafka, es propia del arte del siglo XX. La encontramos en la pintura, en la música, en una serie de fenómenos que explotaron en ese siglo.

Luego, en el anochecer de esa mañana, a 160 kilómetros por hora, ya de regreso a Buenos Aires, insisto en que los personajes de Saer tienen una angustia peculiar, que están compuestos de un rumor de época que aflora sutil en sus modos. Pienso en unos beatniks quietos, símiles de los ángeles del escritor norteamericano Jack Kerouac pero sin la ruta como estímulo, sin movimiento."Sí, a la larga son seres marginales", dice Saer de ellos y, ahí sí, ellos son los de los libros y también los otros, los de la calle San Martín, los que uno puede imaginar sentados junto al joven Saer en el bar. "Por inadaptados, digo. Yo mismo, nunca terminé de encajar ni en el ambiente literario ni en el universitario. Y así todos los que conozco acá, ¿no?".

El viaje con Saer, entonces, había empezado en la puerta de Las Delicias. Luego Colastiné, Rincón —barranca de asados saerianos donde nos perdimos irremediablemente con Saer dirigiendo el remis a contramano—, la costanera de Santa Fe y, después, con proa a Buenos Aires, Serodino, el lugar donde nació. Sitios que están a mano de esta calle San Martín pero también en París esperando ser reescritos y poblados por el team de "inadaptados" saerianos.

Personajes que nunca, pero nunca jamás, se afrancesaron. Un misterio, ¿no?, tanto como el acento de Saer que no arrastra ni media inflexión francesa. "Es el trabajo que más problemas me produce, tengo que vigilar todo el tiempo. Es una vigilancia concreta y consciente: la barrera contra el galicismo", dirá.


Serodino-Buenos Aires

"Ya no reconozco nada, cómo cambió todo esto". El auto se interna en una calle de tierra de Colastiné, pasan chicos rumbo al colegio, y Saer piensa en voz alta sobre ese pueblo, su última residencia argentina antes de instalarse en París. Están, de todos modos, la casa rosadita y el motel ("mueblada") donde Saer y su ex mujer Biby Castellaro vivieron y trabajaron. El motel, abandonado, puede redescubrirse como un imán sofocante en la novela La vuelta completa (1966). Y en el relato campechano de Saer, que evoca: "Nosotros atendíamos el motel. Una noche vino de visita Juan L. Ortiz (el poeta entrerriano), que era muy amigo del dueño. Esa noche, ocupamos todo el motel con amigos. Imagine el escándalo si caía la policía: Juanele Ortiz y yo en una cama, dos menores en una mueblada, hubiera sido tremendo."

No hay mucho más que ver en Colastiné, aunque Saer está extasiado con el paseo. Viene un sulky y pienso en la distancia que hay entre este martes santafesino y uno de Saer en la zona de Montparnasse, donde vive ahora.

- —¿Y usted se fue de acá a París, sin escalas?-

—Sí. ¿Y?

- —¡Es muy fuerte el cambio!-

—Sí. No hay surubíes en París.

El escritor recomienda surubí, entonces. Sugiere que almorcemos en el viejo hotel Castelar de la ciudad de Santa Fe y no se equivoca. En un rato, con la inmaculada grasa del manjar paranaense aún en el paladar, recogeremos a Saer por la casa de su hermana y tomaremos la autopista Santa Fe-Rosario con rumbo a Serodino, en una tarde indecisa entre la lluvia y el sol, antes de emprender el regreso a Buenos Aires. La noche anterior, este mismo camino era como uno de los paisajes goyescos que el director Peter Jackson diseñó para la saga de "El señor de los anillos". Una oscuridad brumosa al acecho de un ojo de tormenta feroz, todo lo bestial que el cosmos puede verse desde aquí: el lugar, según apuntó Darwin y Saer recogió en El río sin orilla, más chato de la tierra.

Serodino. Hay un absurdo peaje, un camino recto, el fantasma de una aceitera que cerró en los 50, un boulevard, un sobrino que está pero Saer no conoce. Una casa blanca, como otras, que nuestro guía resignifica. "En esta vereda tuve un sueño, cuando tenía cinco años. Soñé que mi madre había muerto, que estaba tirada ahí y que había unos ángeles tocando la trompeta para despertarla". Es la primera manifestación del subconsciente que el escritor recuerda. Y acá está.

Fin del asfalto. La otra mano del boulevard. Hay una construcción de fines del siglo XIX, le sobresalen plantas como el pelo a un cráneo anciano. "Esta era mi casa. Con el almacén incluido, hace años que está abandonada". ¿Una foto? "No, sigamos, hay mucha gente acá. No está bien hacerlo, me da pudor. Caminemos por esta cuadra que no hay nadie." Caminamos, nos siguen unos perros, vemos la casa de los abuelos de Saer, la panadería "Anoch", chicos que matan el tiempo o al revés, las vías muertas del tren que seguía hasta Tucumán, la estación Serodino que ahora es una biblioteca: Saer donó libros suyos a pedido. Alguien detecta el movimiento y sale a preguntar "¿Necesitan algo"? Saer dice que no. Doscientos metros más arriba, el campo se traga a Serodino —como un escuerzo a un insecto— y volvemos a la ruta.

Pasan Arroyo Seco, Fighiera, Villa Constitución, Theobaldo, Ramallo. Pasan Kirchner ("declararse peronista es imposible, pero veo en Kirchner un modelo de superación"), los setenta ("aborrecí a los Montoneros de inmediato, no tenían nada que envidiarle a la derecha más criminal"), Piazzolla ("quiso hacer del tango la continuación de la música barroca. Me gusta sólo al principio") y Borges ("fui de los primeros en reinvindicarlo desde la izquierda").

Pasa Rosario. "Sigamos de largo. Si entramos, vamos a tener que visitar los cabarets, a ver a las chicas que veía en mi juventud, en el hospicio, claro". Saer bromea, el auto se puebla de risas. En pocas horas, empujará la puerta vaivén de un hotel en la calle Arenales y, quien sabe, repase antes del sueño esta visita a la geografía de su obra.

Ahí va, el hombre que jura que el final del capitalismo, vaya, está en la voluntaria unión sexual de jóvenes y viejos.



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