ENTREVISTA: BEATRIZ SARLO
(04/09/05)
La vanguardia o la pedagogía de masas
IVANA COSTA.
En la sobria calidez del escritorio, Beatriz Sarlo se refiere a las dificultades que rodearon la redacción del ensayo Tiempo pasado.
- —En el libro señala que es deseable tomar distancia crítica del testimonio autobiográfico de los 60 y 70 pero no del testimonio de la represión, que tiene un objetivo jurídico-político.
- —Ese fue mi esfuerzo. Todos sabemos que el testimonio hizo posible en la Argentina la condena de los terroristas de Estado. Las únicas pruebas del terrorismo de Estado eran los testimonios en primera persona, además de las pruebas que podían articular los equipos de arqueología forense sobre base de testimonios. En sede judicial, el testimonio es lo que queda. Pero la cuestión a mí se me aparece más problemática cuando no se trata de reconstruir el terrorismo de Estado sino cuando el testimonio se construye hacia atrás. Ahí el yo tiene que ser examinado, porque ese yo está construido desde este presente, no está legitimado por nada. Que te diga "Yo esto lo viví" no garantiza ninguna verdad. La herencia filosófica del siglo XX nos lleva a sospechar de esa verdad, incluso para luego afirmarla; pero me llamó la atención que en muchos testimonios de los años 60 y 70, a la vez que se afirma esa herencia filosófica, se afirma la verdad del yo: dos informaciones que entran en contradicción. Afirmar que el yo es una construcción, una máscara enunciativa, y por otro lado encontrar una verdad inmediata en lo que el yo dice es incompatible.
- —¿La negación de la verdad no implica ese privilegio del yo? En la medida en que la secularización barre con toda idea de verdad, de criterio objetivo, de autoridad, lo único que queda son múltiples, mínimos "yo".
- —Es lo que en un momento se denominó posmodernidad. El uso masivo de la palabra posmodernidad tiene que ver con esa epifanía del yo. Uno ve también en los medios esa cultura de la inmediatez del yo. Pero me llama la atención que personas que pertenecen al universo de la cultura letrada, académica, que conocen lo que en los últimos 40 años elaboró la teoría sobre la sospecha del yo —la definición de autobiografía como un pacto, todo eso que es muy conocido en la crítica literaria y en la filosofía— es como si lo borrara...
- —Para la historia, el yo quiere seguir siendo verdadero; sin renuncia alguna.
- —No tengo una posición escéptica; no voy a discutir la idea de una verdad histórica, pero esa verdad se construye con un enorme aparato de crítica a los discursos que confluyen en su construcción. Tampoco creo que haya una verdad eterna en la historia; es posible construir verdades parciales que adoptamos como verdaderas, pero ellas sólo pueden surgir de la crítica sobre los propios discursos con los cuales uno construye esa verdad.
- —¿Con el tiempo, disuelto su valor instrumental como prueba, se deberían someter a crítica los testimonios de la represión?
- —No lo sé. Igual ese testimonio ya fue sometido a una crítica judicial. Cuando los fiscales Strassera y Moreno Ocampo arman las pruebas para el Juicio a los ex Comandantes eligen de la masa gigantesca de testimonios recopilados por la Conadep aquellos que funcionan para construir una verdad jurídica que pueda constituir una prueba para lograr la condena. Eso ya fue una primera mirada crítica. Así hemos obtenido buenas condenas, que los abogados de los terroristas de Estado no pueden impugnar. Por otra parte, es difícil dudar de la verdad de los testimonios de la represión: cada vez que aparece arqueología forense corrobora esa verdad (cadáveres atravesados por tantos tiros, ejecuciones a veinte centímetros de distancia, con cinco tiros en la cabeza, con huellas de quebraduras en los huesos, con huellas de torturas). En cambio, los testimonios de lo que sucedió en 1972, por ejemplo, pueden ser contrastados con diarios, con declaraciones de esas mismas personas, con textos partidarios, fotografías. Y no siempre unos se convalidan a otros. En esa masa gigantesca de fuentes uno descubre otra serie de discursos políticos y las aventuras del pensamiento, además de las aventuras reales de la política.
- —"La utopía revolucionaria, cargada de ideas —dice en su libro—, recibe un trato injusto si se la presenta sólo como drama posmoderno de los afectos". Dos preguntas: ¿el drama de los afectos no juega un papel en la construcción jurídica y política de una prueba? ¿Y cómo dar un trato justo a las ideas, cómo revitalizar esos debates cuando pareciera que todos sus referentes (clase trabajadora, cristianismo liberador, hecho peronista) han desaparecido o han mutado hasta volverse irreconocibles?
- —Este es un problema. Si uno quiere analizar una época que se manejó fuertemente por ideas, como fueron los 60 (después del asesinato de Aramburu creo que gobernó la lógica de la acción política), tiene que restituir la centralidad de las ideas. No era sólo la época de una juventud entusiasta. Ya la categoría de juventud no es la misma en los 60 y en el año 2000. En ese momento nadie se pensaba un joven; se pensaba un interlocutor que podía enseñarle a los viejos cómo hacer las cosas: las cosas del país, de la revolución, de la teoría marxista. La discusión de si era legítimo el terrorismo o sólo la violencia de masas era importante; no era simplemente que queríamos desalojar a los imperialistas. ¿Pero cómo restituir ideas que provocaron polémicas, divisiones, que mantuvieron electrizado el campo político? El país estaba corrido hacia la izquierda, pero esto no queda claro si la reconstrucción es simplemente subjetiva.
- —¿Es legítimo tomar aquellas formaciones ideológicas para analizar fenómenos actuales, como los piquetes?
- —No lo sé, ahí aparecen dos capítulos de historia comparativa y no tenemos ni siquiera solucionado el primero. Cuando yo veo el fenómeno del Garrahan me asalta la idea de comparar el caso con ciertas formas del sindicalismo clasista surgido a fines de los 60, aunque probablemente las configuraciones sean diferentes, ya no existe una burocracia sindical del mismo tipo, y los elementos más radicalizados de la actual dirigencia sindical están discutiendo con la central sindical más de izquierda. El clasismo de los 60 aparecía en fenómenos obreros; hoy no se sabe dónde está la clase obrera argentina. Y la desgracia del caso Garrahan, que le da un tono de dramaticidad televisivo, es que afecta núcleos muy ligados al sentimiento y a un principio moral casi intuitivo de defensa de los derechos de los más débiles, como es el caso de un hospital de chicos muy enfermos.
- —Otra vez el drama personal en la construcción del relato.
- —Esto es ineludible. Cualquier relato de hechos terribles tiene esa estructura. Cuando en una narración hay un asesinato de por medio o una tortura esa narración tiene algo del orden de lo dramático o de lo trágico. Las vidas que sufrieron el terrorismo de Estado estuvieron marcadas por la tragedia. Cuánta estetización de ese drama se haga será responsabilidad de cada uno. Aquí hubo treinta mil desaparecidos y terrorismo de Estado. Yo estaba muy incómoda con mi propia argumentación mientras iba escribiendo. Hasta que encontré un libro de Annette Wieviorka que me tranquilizó.
- —¿Por qué?
- —Porque ella toma los testimonios de la Shoah —hecho definitorio del siglo XX, como dice Sontag— y los somete al principio de interrogación. Plantea cuáles deben ser las hipótesis desde las cuales debemos leer la masa completa de testimonios de la Shoah. Desde un punto de vista, son textos que permanecen ahí para hacernos decir "Esto es irrepetible". Pero cuando se incoporan a una historia, dice Wieviorka, muchos historiadores preferirían que algunos de esos textos pudieran ser examinados.
- —Los críticos de Claude Lanzmann ponen en tela de juicio la metodología que usa en su película "Shoah" (el testimonio forzado) o la idea de historia implícita en esa "reconstrucción histórica", pero no dudan de los testimonios mismos.
- —Lanzmann hace las dos cosas a la vez, porque al forzar tanto el testimonio, al ser tan intrusivo, no permite que el yo se despliegue. En Shoah el yo de los testimoniantes está como asediado, no respetado; lo que se respeta es la tragedia que padeció ese yo en el campo de concentración. Es como si Lanzmann se propusiera violar un pacto de intangibilidad del yo. Acecha a los testigos, les pone el micrófono, los lleva a situaciones que uno desaprobaría, hasta el llanto, hasta que piden que saque la cámara, que no siga filmando; eso marca el carácter fundamental de lo que esas personas padecieron. Pero muchas veces los testigos exigen que su testimonio sea incorporado. Wieviorka toma estos casos y dice: "Estos testimonios se pueden leer montando sobre ellos un aparato crítico", lo cual no implica invalidar su verdad.
- —En los debates en torno al uso de la memoria para la construcción de la historia argentina reciente, se abrió una áspera polémica sobre la lucha armada entre protagonistas de la militancia de los 70. Quisiera conocer su posición en esa polémica.
- —Allí hay dos cosas que me interesan. Por un lado, está la cuestión de la museificación de la memoria, problema que la Shoah no presenta. Los nazis mataron al pueblo judío, que estaba incorporado a las sociedades europeas; por eso reconstruir el pasado de ese pueblo es reconstruir los siglos en los cuales, aun con persecusiones, ese pueblo se había establecido y había hecho aportes fulgurantes a la cultura europea. Cuando uno entra al Museo Judío de Berlín ve los recuerdos de esas vidas: chicos sentados a sus pianos, poemas escritos en álbumes, tejidos que quedaron interrumpidos. No es el caso de un Museo de la Memoria en Argentina, que abarca los últimos 30 años en los que hicimos de todo. Ese museo debería incorporar un balance de ese pasado, pero todavía no es tiempo de hacer ese balance. Yo desearía una reconstrucción arqueológica de algún centro de detención, y no armaría nada más hacia atrás, porque todavía es un debate abierto, en el que todas las posiciones deberían trabajarse polémicamente para ver si es posible articular una síntesis. Lo mejor sería prolongar ese debate. Ideológicamente, políticamente, históricamente y estéticamente. La discusión ideológica es muy fuerte. El Estado no puede intervenir armando el relato.
- —La legitimidad de la lucha armada es eje de esa discusión.
- —La legitimidad de la lucha armada y cuánto lugar se le adjudica. Acá hubo muchas transformaciones de discurso respecto de los años 60 y 70. En un momento, todos éramos jóvenes idealistas que queríamos transformar el mundo y se pasaba por alto nuestra política. La que operó una primera transformación de ese discurso fue Hebe de Bonafini, cuando dijo: "Voy a agarrar las armas como mis hijos". Fue un primer reconocimiento que revela qué difícil es construir un museo sobre un pasado acerca del cual no hay acuerdo.
- —A propósito de un testimonio sobre el Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP) que lideró Ricardo Masetti en Salta y que ejecutó a dos de sus "combatientes", Oscar Del Barco escribió: "Somos responsables de esos asesinatos" y abrió un debate. ¿Siguió la discusión?
- —Seguí la discusión y ahí veo varias cuestiones que tienen que ver con el anacronismo de la primera persona. En principio se publicó una entrevista a Héctor Jouvé, donde él contaba de manera muy transparente toda la aventura del EGP en Salta. Pero todo el relato estaba armado para conducir al momento en que se ejecutó a un guerrillero que al parecer había tenido una crisis física o psicológica y no podía aguantar más. Ahora ¿qué hacer con ese texto? Habría que tratar de ver cuál era el discurso de una guerrilla que se internaba en el monte sobre las condiciones en las cuales podía sobrevivir, minoritaria y aislada. ¿Qué sabían esas personas? Habría que contextualizar. Porque esa gente no sabía nada; ni siquiera sabía que en un momento quizás para sobrevivir iba a tener que matar a otro.
- —El contraste entre la fertilidad y el alto nivel de los debates teóricos que antes mencionaba y la incapacidad para pensar en la vida y la muerte es muy grande.
- —Absoluta, radical. Era una aventura. ¿Cuánto se sabía de esos dilemas filosóficos que a muchos les encanta plantear, como el caso del naufragio en el que sólo pueden salvarse tres siendo que todos tienen igual derecho a entrar en la barca salvadora?
- —Pero en el relato de los sobrevivientes el dilema no es abstracto y plantea otra vez la irrupción del drama singular.
- —El no elegido, el que no va a quedar en la barca, aquel al que le van a pegar un tiro en la cabeza porque se quebró, obviamente, ése es un drama singular. La segunda pregunta es: ¿había idea de que existía un drama singular en 1960? ¿O la idea del drama singular enfrentada con la epopeya de la revolución quedaba completamente pulverizada? Ahí entra la cuestión del anacronismo de la perspectiva. ¿Alguien pensaba en un drama singular en 1960 o es una idea del año 2000? Hoy cualquiera al que le dieran la orden de elegir quiénes son los tres que se salvan diría: "Yo no hago esa elección". Pero ahí se hizo un achatamiento de ese drama. Los que hablan como Oscar Del Barco lo recuerdan con su posición filosófica actual, como si en 1960 ya hubieran leído a Emmanuel Levinas. Del Barco no leía a Levinas en 1960; estaba muy lejos; leía a Lenin. Tuvieron que llegar los 80 para que él criticara a Lenin. Desde Levinas, hoy dice "soy culpable" y me parece completamente ético asumir esa culpa, pero necesito algo más.
- —En su análisis del texto "La Bemba", de Emilio De Ipola, usted valora que allí la experiencia de la primera persona se mide por la teoría que puede explicar. Su mérito superlativo, dice, consiste en dar con una primera persona que razona y analiza. Los aportes actuales, Levinas o cualquier otro, ¿no contribuyen también a razonar y analizar?
- —Pero el mérito intelectual del texto de De Ipola es que está escrito semanas después de salir de la cárcel; no 30 años después. Creo que éticamente la posición de Del Barco es respetable, y con otras lecturas sería sin duda la mía. Pero estas intervenciones de la primera persona hacen colapsar un mundo de diferencias.
- —¿Podría no colapsar? Cuando la primera persona es capaz de trasmitir su singularidad y a la vez analizar, hacer una síntesis novedosa, también tiene que considerar que en la experiencia revolucionaria el drama singular no se tenía en cuenta.
- —Yo creo que es fundamental decir "No considerábamos el drama singular". Pero la cuestión de la culpa es difícil de plantear. No puedo ser culpable de un crimen que no está enmarcado dentro de un universo ético. En nuestro universo ético no existían los derechos humanos. Lo que hay que condenar es ese universo ético, pero eso no nos convierte ineludiblemente en asesinos. Es bastante más complejo. Todos estábamos de acuerdo, la practicáramos o no, con la liquidación violenta de nuestros enemigos o no necesariamente enemigos. Pero tenemos que recordar que eso fue una configuración histórica, y mis valores presentes no eran los de ese momento. Por eso mi posición es extremadamente incómoda.
- —¿Por qué cree que surge ahora esta discusión sobre la culpa?
- — No puedo extraer la intervención de Del Barco de un resurgimiento de la trascendencia en términos morales. Desde las formas degradadas de la trascendencia trucha hasta las formas intelectualmente más interesantes, asistimos a una vuelta de la trascendencia. Somos pocos los que conservamos una ética inmanente y humana. Pero es un problema para los filósofos, no para mí. Yo no encuentro apoyo en ninguna filosofía de la trascendencia. Sin embargo una ética de la trascendencia y una inmanentista comparten el horizonte secular de los derechos humanos.
- —"El arte —afirma en su libro— ha demostrado que la exploración no está encerrada sólo dentro de los límites de la memoria sino que otras operaciones de distanciamiento o de la recuperación estética de la dimensión biográfica son posibles". ¿Pero contribuyen en algo los "distanciamientos estéticos" a la construcción de la historia?
- —Las obras literarias que tengo en la cabeza cuando hago esa cita son estéticas no convencionalizadas, exploraciones estéticas. Esos discursos testimoniales de los 60 y 70, en cambio, sucumben a estéticas muy convencionalizadas, estéticas del pasado, a un tipo de narración realista costumbrista. Y en ese punto, yo debo confesar todavía mi debilidad por aquellas estéticas exploratorias que de algún modo marcan una zona de eliminación: son muy poquititas las obras que elijo.
- —Pero el testimonio, antes de su uso político o estético, nunca puede ser exploratorio.
- —No, no tiene que serlo. No hay por qué pedírselo. Ahora, de repente, hay una industria editorial y un mercado que convierte al testimonio en un libro que debe funcionar y que por tanto se adapta a las leyes que el mercado pone para que pueden funcionar. En cambio, una obra de teatro como "Murmullos", que dirigió Emilio García Whebbi, fue prácticamente intolerable para buena parte del público. La noche que yo la vi se fue la mitad de la gente a los insultos. Intolerable por su altísima tensión, altísima elaboración estética, hipervanguardista, y es la obra de una tortura, de la crueldad, de la sangre, de la agresión. Muy interesante.
- —No entiendo cómo relaciona esas exploraciones con la necesidad a la que se refería antes de prolongar el debate ideológico sobre la historia reciente y dar con una síntesis vinculante.
- —Es difícil de contestar. Habría que preguntarse si hoy ya podemos establecer un marco histórico vinculante o si sólo se pueden establecer como islas de iluminación del pasado.
- —Entre el uso del testimonio para la historia y el uso del testimonio en las estéticas exploratorias que no buscan vinculación alguna (de hecho, una virtud de esas estéticas es que la mitad del público se va del teatro espantado) ¿no hay una gran asimetría?
- —En eso tenés razón. Con la vanguardia no se puede hacer pedagogía de masas. Quizás, una de las contradicciones más fuertes que me atraviesan ideológicamente es mi gusto por la vanguardia y mi sentimiento ciudadano de la necesidad de una pedagogía de masas.
- —Al final de su libro afirma que ficción puede representar aquello sobre lo que no existe ningún testimonio. ¿No es ésta una idea de la ficción muy parasitaria del testimonio? Esto viene a propósito de un texto de Martín Kohan: "A partir de qué edad se puede empesar (sic) a torturar a un niño". Esa frase no es hoy un testimonio ¿y si mañana la pronunciara un torturador?
- —Pero alguien imaginó antes esa frase extrema y yo no me tengo que preguntar sobre su verdad. Quedo completamente libre (aun de dejar la novela). Ninguna verdad de un yo que sufrió me ata en términos morales a esa frase. Es la libertad que te da el arte.
- —¿La potencia de la frase no radica en su carácter moral?
- —Se sostiene en su carácter moral, sostenido a su vez en la imaginación de quien la escribió. Esas estéticas me permiten conocer algo sin tener que dar mi opinión sobre si sucedió o no.
- —¿Eso sirve a la historia?
- —Depende de las modas de la historia. Yo ya no me pronunciaría.
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