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ENTREVISTA AL POLITOLOGO JOSE NUN

(26/01/03)



"Hay que volver a un nacionalismo sano"

Nun dice que no es deseable que los comicios frenen el nivel de conflicto social. Se pronuncia por un proyecto integrador y por el paso de la denuncia a la construcción. Cinco jóvenes dirigentes opinan sobre el quiebre de la confianza.
Vicente Muleiro y Liliana Moreno.


La figura crisis institucional se reitera cuando se habla de la Argentina.

¿Cómo se define una crisis institucional?

—Hay dos formas de definirla. Hay una forma coyuntural, más superficial. Y una más estructural, profunda, que es la que corresponde a la Argentina. Las instituciones son siempre la puesta en acto de una idea. Por ejemplo, está la idea de que la salud de la población tiene que ser cuidada y protegida. Las instituciones que ponen esto en práctica son los hospitales, sanatorios, obras sociales. En la Argentina, con el retorno a la vigencia de la Constitución, se dio por supuesto que reingresábamos a un marco de institucionalización, entre comillas, democrática. Pero la crisis institucional en Argentina va mucho más allá que la conocida crisis de representatividad, se manifiesta en que las instituiciones dejan de cumplir los fines para los que fueron creadas. Símbolo de esta crisis institucional es la gente que no hace denuncias a la policía porque teme encontrarse del otro lado del mostrador con la persona que lo asaltó. Esto es crisis institucional: las instituciones pierden sentido para los ciudadanos. Entonces la gente, o se repliega totalmente y es un sálvese quien pueda o busca sustituir esa pérdida de sentido con prácticas esotéricas, sigue a teleevangelistas, va a ver a sanadores o tiradores de tarot, se fuga, emigra. Las adicciones, la droga, son otra forma de lidiar con el problema. O del lado positivo buscando reconstituir sentido a través de nuevas formas de solidaridad.

—De todas estas respuestas ¿cuál dio la sociedad argentina?

—Todas. Pero creo que la respuesta central ha sido la alienación, la desesperanza.

—¿La reacción del 19 y 20 de diciembre de 2001 no daría cuenta de que la sociedad tomó nota de esa crisis institucional?

—Un sector de la sociedad tomó nota. Vengo de terminar una encuesta nacional entre jefes de hogares desocupados y empobrecidos y el 90 por ciento no participa en nada. No nos engañemos.

—Pero se volteó un gobierno...

—Pero al gobierno lo volteó su propia incapacidad y en segundo lugar la movilización, que fue efectiva pero que no involucró a la mayor parte de la Argentina. Efectivamente fue apoyada por buena parte de la sociedad y fue una reacción sana.

—Usted ha escrito que estamos ante un estado de conflictividad social que va a perdurar. ¿Las elecciones no contribuirían a limarlo, a sedarlo?.

—No. Creo que si alguna expectativa uno debe depositar en el proceso electoral es que intensifique la conflictividad social, no que la calme o la apacigüe. Hay que tener claro un tema: para importantes sectores dominantes, acá y en otros países, la democracia representativa es concebida como un sistema de equilibrio posible. Si a la gente le doy la válvula de escape de que cada dos años o cada cuatro años, saque afuera su bronca depositando un voto y después sigue en la posición en que estaba, maravilloso. Es un sistema que funciona muy bien porque los que están arriba siguen estando arriba y los que están abajo, siguen abajo. Y, encima, en la Argentina, son cada vez más los que están abajo. Entre 1995 y 2002, o sea en siete años, en el país se duplicó la brecha entre ricos y pobres y se duplicó la cantidad de pobres. Con democracia representativa, la desigualdad es fenomenal. Mi aspiración sería que el voto en la Argentina estimule la conflictividad social, que sea un momento catártico que impulse, por ejemplo, a una movilización que reclame un cambio de la Constitución, que exija una Constituyente. Esto es, que comience, y tengo muy pocas esperanzas de que sea así, un proceso de reconstrucción institucional.

—¿En qué términos plantea la reforma de la Constitución?

—Hablo de una nueva reforma constitucional que, por empezar, revoque todos los mandatos de manera de librarnos de la Corte Suprema que nos toca padecer. Una reforma constitucional que liquide el Senado, una institución que ha perdido sentido porque gracias a la reforma del 94 acentuó esto que ya existía antes: se ha vuelto el lugar donde dominan las provincias más atrasadas y feudalizadas del país.

—¿No cree que la reacción civil llegue a tener una representatividad orgánica? ¿Fue algo espontáneo, que ya pasó y no tiene acumulación posible?

—Creo que tiene acumulación, pero que es un proceso de acumulación lenta. Tenemos un ejemplo a la mano, que es Brasil. No es sólo que Lula ganó la cuarta vez que se presentó, de la misma manera que Salvador Allende había perdido varias elecciones anteriores y también Mitterrand. El PT estuvo empeñado durante veinte años en un proceso de construcción de una fuerza social de oposición estableciendo alianzas, por ejemplo, con las comunidades eclesiales de base. Teniendo una fuerte representación sindical como la de los metalúrgicos y ganando intendencias y gobernaciones donde fue probando y demostrando su capacidad de gestión. Creo que la Argentina no va a poder acortar demasiado estas etapas. Me parece que el fenómeno que se está dando desde 1996 con los piqueteros es un fenómeno riquísimo, muestra algo que algunos que todavía sueñan con revoluciones imposibles les critican: que consiguen cosas. A mí me parece que el mayor elogio que se le puede hacer a los piqueteros es que consiguen Planes Trabajar, que consiguen que les pavimenten alguna calle, porque lo consiguen luchando mancomunadamente. Y esto ha sido así en todos los países del mundo. En Estados Unidos está probado que por vías parlamentarias no se consigue nada. Es a través de la respuesta colectiva que el gobierno responde. Para un revolucionario decimonónico eso está mal porque los están cooptando. Es absurdo. Hay gente que está haciendo oír su voz allí donde nadie los escucha y obtiene resultados. Hay diferentes niveles de acción. Entre la organización popular, las formas de democracia directa que representan asambleas barriales, piqueteros y otras manifestaciones similares no hay ni incompatibilidad de principios, ni de hecho, con la democracia representativa a otros niveles.

—¿Hoy hay diálogo entre esos sectores?

—No demasiado y eso se explica por varios motivos. Uno, por la desconfianza y la desesperanza, las actitudes de repliegue. El segundo es un problema que afecta siempre a estas formas de participación en todas partes del mundo que es la tendencia a un cierre particularista. El caso extremo sería que alguien resuelva el problema de las inundaciones en su barrio desviando el agua a otro barrio. Este cierre particularista de reclamar para uno sin tener en cuenta al prójimo de otros lados es lo que tienen que resolver asociaciones de segundo y tercer nivel, por eso la democracia directa no puede excluir la representación, porque tiene que enviar delegados a esas reuniones. Lo que ha pasado aquí, por ejemplo con la experiencia de Parque Centenario, es que inmediatamente se tentaron partidos de izquierda con muy poca base popular y trataron de cooptarlas y eso confirmó la desconfianza y llevó al repliegue e hizo perder mucha fuerza a las asambleas. Antes había 200 o 300 personas que concurrían, ahora por ahí hay 40, 60 porque tienen mucho miedo de ser cooptadas. Y creo que tienen razón.

—¿Qué significado le da a la consigna "Que se vayan todos"?

—Me pone nervioso que a un grito de desesperación se le empiezan a hacer análisis semánticos como si tratara de descifrar algo de Michel Foucault o de Jacques Derrida. ¿Qué habrán querido decir? Lo que quisieron decir es que estamos hartos. Que se vayan todos los ladrones, todos los corruptos. Es un grito de bronca y no va más allá de expresar la repulsa. Mucho más importante que buscarle significados a esa consigna, o andar preguntando cómo se hace para salir adelante es saber por qué y para qué queremos salir adelante. Está el que dice "yo quiero un país que me garantice que pueda prosperar", esa es una respuesta, una respuesta respetable, y sería muy importante que se haga explícita porque frente a ella hay otra. Mi porqué es: yo quiero una Nación inclusiva donde haya equidad social, donde no haya pobres, por eso quiero el crecimiento.

—Ahora, pareciera que hay que esperar bastante. ¿Se aguanta?

—Como decía Keynes, lo malo es que en el largo plazo estaremos todos muertos. Es imposible pensar que con una generosidad de caballeros del siglo XIX los sectores dominantes se van a sacar el sombrero y van a decir "vamos a empezar a pagar los impuestos que no pagamos, estamos dispuestos a ceder parte de nuestra tasa de ganancias". Esto es imposible, hay que conquistarlo y esa conquista es un proceso de construcción que puede ser ayudado desde el gobierno. En ese sentido no me parecen irrelevantes las elecciones. Pero digo: el verdadero metal de un líder comprometido con la transformación progresista de su país es qué previsiones toma para el día de la derrota. Porque si es un líder transformador genuino tiene que ser consciente de que las dificultades son inmensas y de que entonces es más factible que lo derroten. Pero lo importante es qué está construyendo para el día siguiente de la derrota, es decir qué tipo de organización se está montando para que haya una oposición fuerte. Porque el ejemplo que tenemos es el del Frepaso y es un ejemplo patético.

—¿Cómo han salido de esta crisis institucional y de representatividad países que las hayan padecido?

—Un ejemplo valioso es lo que sucedió en Alemania occidental después de la Segunda Guerra Mundial. Un país semidestruido que había sufrido lo que se sabe con el nazismo, al que buena parte de la población había adherido. Las medidas que se tomaron no dependieron, como se suele decir, del Plan Marshall. Este plan en el momento más alto significó no más del tres o del cuatro por ciento del producto bruto de los países a los que se ayudó. En Argentina el 3 o 4 por ciento es lo que se llevan en un año, por lo menos, mediante métodos ilícitos. Pero lo que hizo Alemania fue, en primer lugar, la reforma constitucional, una reforma muy progresista. Porque otro cambio constitucional, volviendo a la pregunta anterior que no terminé de responder, es que Argentina tiene que ir hacia un régimen parlamentario. Uno de sus males profundos es el hiperpresidencialismo. Este hiperpresidencialismo argentino creo que está en la base de nuestras crisis institucionales. Por lo menos es uno de los factores desencadenantes de la crisis. En EE.UU. el presidente dura cuatro años, puede presentarse una vez a reelección y después no se puede presentar nunca más. Aquí se acortó el período a cuatro años con una reelección como en el sistema norteamericano, pero se mantuvo el sistema argentino anterior en la posibilidad de reelección después de un período. Ese es un estímulo fenomenal para el presidente que está en su segundo mandato para acumular todos los recursos posibles para volver cuatro años después.

—Supongo que estamos hablando de alguien en particular.

—Creo que sí. De un ex presidente que tiene una motivación fenomenal para impedir que surjan figuras alternativas de relieve en su partido. Este sistema tiene que ser modificado.

—¿Cree que Duhalde tocó intereses de lo que usted denomina "ciclo hegemónico del capital financiero"?

—Esa es una historia que todavía no terminó porque hoy, 20 de enero, no conocemos las condiciones acordadas con el FMI. Tengo mucho respeto personal y profesional por Lavagna. Llegó al gobierno en circunstancias extremadamente particulares. Porque el que había viajado desde EE.UU. para ser ministro de Economía dejando sus funciones en el FMI era Guillermo Calvo. No lo fue por un problema casi de horas. Es decir que los compromisos ideológicos de Duhalde son más bien frágiles. ¿Qué hizo Lavagna que le ha granjeado tal estima en la población? Negoció con el FMI sin arrodillarse. Esto no quiere decir que no ha negociado, al extremo que él mismo dice: "He cumplido con todo lo que ustedes pidieron". No cumplió exactamente con lo que ellos pidieron. Negoció. Hizo una negociación desde una posición de dignidad nacional. Este es el tema que habría que subrayar. Hay que volver a la idea de un nacionalismo sano. No se conoce un solo caso de país capitalista avanzado que no se haya desarrollado con base en un fuerte proyecto nacional. El nacionalismo ha jugado, comenzando por Inglaterra, por Francia, Alemania e Italia, un papel decisivo en el impulso del sistema capitalista. Si hay un espíritu del capitalismo ése es el nacionalismo. Cuando esto no ocurre, como es el caso de la Argentina sobre todo en los últimos 25 años, entonces lo que aparece y ocupa su lugar es un capitalismo bandoleril, de aventureros que saquean el país, que se llevan la plata afuera como ha venido ocurriendo.

—Usted dice que en la Argentina la modernización no condujo a la democracia y que la democracia ahora no conduce a la modernización. ¿Es posible una síntesis que nos saque de ese brete?

—Todo depende del modo en que funcione la democracia representativa. Si hace lo que comienza a hacerse en Argentina acentuadamente desde el Plan Primavera, que es considerar que la salvación del país la van a dar los bandoleros con rienda libre, que hay que atraer al capital extranjero y dejarle hacer lo que quiera vamos mal. Una democracia que funciona así, que hace lo que hace el menemismo que es destruir todo lo que puede del aparato de control institucional, es obvio que no va a conducir a la modernización sino para unos pocos que tienen que terminar encerrados en los countries protegiéndose de la gente desesperada que puede acudir a cualquier recurso porque es casi la situación en la que se encuentran los terroristas suicidas, de muy poco apego a la vida. Este tipo de democracia que tenemos no conduce a la modernización pero es posible otro tipo de democracia representativa y es eso lo que está en juego hoy. Por eso: no hablemos tanto del cómo se hacen las cosas sino de por qué y para qué hay que hacerlas. Y yo digo que hay que hacerlas para que la gente pueda vivir en paz y tenga recursos para educarse, comer, curarse y, sobre todo, para que tenga trabajo.

—¿Creee que hoy hay ambiente para esa discusión de fondo?

—Yo creo que hay que construirlo. Son todas construcciones sociales y políticas. Es el trabajo de los medios de comunicación, de los políticos, de los organizadores sociales. Creo que hay una etapa de denuncia que se ha cubierto en Argentina. Es muy difícil encontrar argentinos que no admitan que los grados de corrupción que hay en este país son espectaculares. Pero con eso ya no alcanza. La denuncia tiene que ser superada y reemplazada por la construcción de un proyecto nacional y que este proyecto no necesariamente tiene que tener portadores político-partidarios solamente. Tenemos que discutirlo entre todos. Esas eran las grandes discusiones, el papel que jugó FORJA en los 30. Se paraban en una esquina y los escuchaban 20, 30 personas. Creo que hay una deuda de los intelectuales con la sociedad que tiene que saldarse, los intelectuales tienen que dar su palabra, hacerla oír mucho más fuerte, han estado demasiado silenciosos, hubo demasiado temor a que cualquier discurso crítico fuera intencionalmente, como se ha hecho, retraducido en términos de que se quería un regreso a los 60 o 70. Estoy seguro de que por lo que yo digo algunos van a decir que soy un trasnochado, que no hablo el discurso de la época. Pero creo que es posible construir.


COLABORO: CECILIA FUMAGALLI



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