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Ahora nos toca a nosotros (MARIO VARGAS LLOSA)

(18/05/03)


CONFERENCIA América Latina:
Ahora nos toca a nosotros
18 de Mayo de 2003


Invitado por el Presidente de la República al programa de las Conferencias Presidenciales de Humanidades que se realizan en La Moneda, el escritor peruano entregó su visión del panorama actual latinoamericano.

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MARIO VARGAS LLOSA

Cuando llegué a España en el año 1958 era bastante corriente oír decir a media voz: "Los españoles no estamos preparados para la democracia. Si aquí desapareciera Franco, esto sería el caos, quizás nuevamente la guerra civil". Lo murmuraban no sólo los franquistas; también algunos demócratas que soñaban con que España fuera algún día un país libre, pero temían que aquello resultara un lejano y difícil ideal. Y, sin embargo, no ha sido así. Cayó la dictadura, vino una transición ejemplar hacia la democracia, y España ha tenido tanto éxito que es de justicia llamarla la historia feliz de los tiempos modernos. Los consensos logrados entre las fuerzas políticas dieron una estabilidad al país que ha permitido a la democracia española resistir los intentos involucionistas y, pese a desafíos como la existencia del terrorismo de la ETA en el País Vasco, nadie puede negar que esta historia feliz se debe a la inmensa mayoría de los españoles, de muy distintas convicciones políticas, que fueron capaces de actuar civilizadamente estableciendo ese denominador común gracias al cual las instituciones funcionan y un país crece y se moderniza.

¿Por qué en América Latina no ha sucedido algo similar? ¿Por qué, con algunas excepciones como la que sin duda representa Chile, nuestros intentos de modernización una y otra vez han fracasado? Me gustaría intentar en esta charla examinar algunas razones que, me parece, explican que a menudo nos hayamos quedado a medio camino en nuestros proyectos modernizadores. Acaso, la primera de ellas sea haber creído, con ciertos economistas dotados de orejeras, que el desarrollo de un país es algo que se mide exclusivamente en estadísticas de producto bruto, índices de inflación, de inversión, de gasto público, etcétera. Desde luego, no es así. El progreso verdadero tiene que ser simultáneamente económico, político, cultural, cívico y moral, o es un desarrollo contrahecho y precario, que corre el riesgo de estancarse y provocar retrocesos y frustraciones.

Una palabra clave, descuidada a veces por los políticos, es confianza. En los países latinoamericanos - y en los del Tercer Mundo en general- hay una desconfianza profunda de la ciudadanía en las instituciones y ésta es una de las causas mayores por las que ellas fracasan. Las instituciones no pueden funcionar debidamente si la gente no cree en ellas y, por el contrario, las considera una fuente de inseguridad, de injusticia, de corrupción y nada que se parezca a un verdadero servicio público. Y descreer en las instituciones es una manera efectiva de desmoralizar a los funcionarios e incitarlos a no cumplir con su deber.

Dejen que les cuente una anécdota personal. Después de un tiempo de estar viviendo en Inglaterra, de pronto advertí que me ocurría algo curioso: ya no me sentía incómodo cuando cruzaba a un policía. Hasta entonces, y pese a no ser un gángster, ni un narco, ni un prófugo de la justicia sino un ciudadano bastante benigno, siempre me había pasado sentir frente a un policía cierto nerviosismo, como si ese personaje de alguna manera representara para mí un peligro potencial. Los policías en Inglaterra no me produjeron semejante recelo. Tal vez porque no iban armados, o porque eran amables, o contagiado por la gente a mi alrededor que tenía la sensación de que los policías estaban allí para prestar una ayuda al ciudadano y garantizar el orden público, no para aprovecharse del pequeño poder que les daba el uniforme, el bastón y la placa que llevaban encima. No hay duda de que en muchos países de América Latina los ciudadanos tienen razones fundadas para sentir cierta alarma cuando se cruzan con un uniformado, porque hay muchas posibilidades de que éste utilice su uniforme para esquilmarlos. En el México del PRI, en los años sesenta, yo recuerdo haber vivido fascinado unas semanas que pasé allí, trabajando en la narración de un documental, observando la naturalidad con que la "mordida" se practicaba por doquier en las calles de la ciudad entre automovilistas y policías de tráfico, como un deporte generalizado. Cito a México, pero podría citar desde luego a muchos otros países donde ha ocurrido u ocurre todavía algo semejante a la luz pública en las calles de la ciudad. Ahora bien, sería una injusticia responsabilizar sólo a los policías por la institución de la "mordida". No menos culpables que ellos son los ciudadanos que recurren a ella para librarse de una contravención o permitirse algo prohibido. En todo caso, lo evidente es que nada desacredita tanto las instituciones como semejantes tráficos, que eclipsan esa confianza en el Estado, sin la cual no hay democracia ni progreso real ni civilización.

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Visión corta

Acaso, con la desconfianza de la opinión pública, la visión corta de los gobernantes y de los gobernados sea otro de los mayores obstáculos para que tengan éxito los procesos transformadores y las transiciones del autoritarismo a la democracia en nuestras sociedades. En los gobernantes, la visión corta implica privilegiar o concentrarse exclusivamente en aquellas políticas de efecto inmediato, con las que pueden obtener una popularidad transitoria, relegando a un segundo plano u olvidando todas aquellas de acción lenta y efecto demorado a las que no pueden sacar instantáneos provechos electorales. En los gobernados, la visión corta consiste en dejarse obnubilar por la rama que hace perder la noción del bosque y en la amnesia sistemática que va borrando del juicio y de las decisiones políticas las lecciones del pasado mediato por la concentración obsesiva y casi hipnótica en el puro presente. Estas actitudes son tremendamente perjudiciales, pues destruyen toda forma de estabilidad, sin la cual no puede surgir la confianza y es imposible que haya progreso, y condenan a una sociedad al adanismo, estar siempre haciendo tabla rasa de lo alcanzado para empezar desde cero, es decir a estancarse o retroceder todo el tiempo, sin jamás avanzar.

El cambio por el cambio puede ser una pésima elección si se cambia para peor. Venezuela, un país potencialmente riquísimo, que debería tener uno de los niveles de vida más elevados del mundo, se debate en una de las peores crisis de su historia bajo el gobierno del teniente coronel Hugo Chávez. Éste llegó a la Presidencia con el voto de una gran mayoría de venezolanos, decepcionados de la democracia que tenían, una democracia a la sombra de la cual prosperó una corrupción vertiginosa y unas políticas populistas y demagógicas que frustraron las expectativas de las mayorías y favorecieron sólo a muy pequeñas minorías de privilegiados, uncidos al poder. El rechazo a semejante clase política era comprensible; pero el aval a quien lucía como toda credencial un intento golpista era suicida. El comandante Chávez se había sublevado contra el orden constitucional, amotinando parte de la tropa, y dado muerte a soldados y oficiales venezolanos que defendieron la legalidad. ¿Cabe imaginar una actitud más insensata que llevar a la Presidencia, mediante un masivo mandato democrático, a un militar felón, traidor a su uniforme y a su Constitución? El pueblo venezolano está pagando en sangre, sudor y lágrimas tamaña amnesia, y aprendiendo dolorosamente que, con todos los defectos y deficiencias que pueda tener, la democracia es el más precioso patrimonio de un país, el único sistema suficientemente flexible y abierto para reformarse a sí mismo desde adentro y de manera pacífica. También los electores ecuatorianos premiaron al coronel Lucio Fernández, un militar golpista que se levantó contra un gobierno constitucional, llevándolo a la Presidencia con sus votos. Legitimar de esta manera las prácticas antidemocráticas es olvidar una historia en la que, con la recurrencia de las pesadillas, hemos visto cómo todos los caudillos, hombres fuertes y generalísimos dejaban a sus países, cada vez, más pobres, más lastimados y corrompidos. Ojalá los olvidadizos amigos ecuatorianos no tengan que arrepentirse de su elección.

Una ceguera parecida obnubiló al pueblo peruano en 1992, cuando un gran número de mis compatriotas apoyaron el golpe de Estado de Alberto Fujimori, que, habiendo sido elegido democráticamente dos años antes, cerró el Congreso,
intervino el Poder Judicial, y, apoyado en las Fuerzas Armadas, instaló un régimen autoritario.

Podría dar muchos más de esa visión corta, inmediatista, esa obsesión del corto plazo, la rama que oculta el bosque, que en América Latina nos ha llevado tantas veces a perseverar en el error. ¿Qué puede explicar si no fenómenos políticos como el del peronismo argentino, cuyo arraigo profundo en aquella sociedad sobrevive a todas las catástrofes y desvaríos resultantes de los gobiernos peronistas, al extremo de que en la segunda vuelta de las elecciones argentinas, que se acaban de resolver por walk-over de Carlos Menem, los dos finalistas se disputaran orgullosamente ante los electores la herencia de aquel general epónimo que con sus políticas nacionalistas y populistas se las arregló para convertir a ese país moderno, industrializado, culto y próspero que era la Argentina de hace medio siglo en la desfallecida, endeudada y pauperizada nación tercermundista que es ahora? Tampoco mis compatriotas, los peruanos, están inmunizados contra la enfermedad del olvido. Las encuestas dicen que si hubiera elecciones en el Perú, hoy, grandes serían las posibilidades de que fuera elegido Presidente el doctor Alan García Pérez, quien, como tal vez algunos de ustedes recuerden, durante sus cinco años en el poder - entre 1985 y 1990- consiguió una inflación acumulada de dos millones por ciento, desaparecer tres signos monetarios, bajar los salarios reales en un 75%, y, mediante la valiente guerra que declaró a la comunidad financiera internacional, hacer declarar al Perú inelegible para recibir préstamos y créditos en todo el mundo. Si eso no se llama amnesia, tiene un nombre aún peor: masoquismo colectivo.

Reformas a medio hacer

Además de la falta de confianza y de la visión corta, otro de los grandes obstáculos que tenemos en nuestro haber histórico es el de las reformas mal hechas o a medio hacer. Algo que inevitablemente trae más perjuicios a un país que los males que se dejan sin reformar, porque, además de no conseguir los fines esperados, aquellas reformas mancas y cojas tienen como consecuencia el desacreditar la idea misma de reforma. Algo de eso pasa en nuestros días, no sólo en América Latina, sino en buena parte del mundo, donde una ficción ha cobrado tal poder persuasivo que por doquier es presentada como una flagrante verdad histórica: la de que el neoliberalismo es el causante de todas las calamidades que aquejan a la humanidad. Es una hermosa demostración de cómo las ficciones pueden infiltrarse en la vida y modelarla, al igual que las manos de un buen ceramista modelan el barro y la arcilla para fabricar bellos objetos. El máximo anhelo de un escribidor de ficciones, como quien les habla, es perpetrar esos contrabandos que vuelven seres vivos y actuantes a los fantasmas de la imaginación. Pero esas metamorfosis de ficciones en realidades, si enriquecen la vida cuando son literarias, la empobrecen y confunden cuando se trata de ficciones ideológicas, disfrazadas de verdades políticas. Es cierto que en Chile, durante la dictadura del general Pinochet se hicieron algunas reformas económicas de corte liberal - privatización de empresas públicas, apertura de mercados, inserción de la economía chilena en el entramado comercial y financiero mundial- , que, como resultaron beneficiosas para el país, luego de la transición democrática, los gobiernos representativos han mantenido, extendidas y, en todo caso, no canceladas. Ésta es una de las razones por las que, en el contexto latinoamericano, la economía chilena ha resistido mejor que todas las otras la crisis de los últimos años y por las que Chile se moderniza más rápidamente que el resto del continente. Pero ese evidente, también, que esas reformas hubieran podido hacerse en un régimen democrático sin el altísimo costo en asesinatos, torturas, exilios y abusos que significó la dictadura y que tantos sufrimientos causaron al pueblo chileno.
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El papel de la cultura

Para que sea eficaz, esa lucha debe estar bien orientada y ser realista, y ello no depende de la política ni de la economía, sino de la cultura, un tema que rara vez figura en los programas de los partidos, los candidatos y los gobiernos, salvo como mención de paso, con ánimo figurativo y mero desplante simpático a la galería. Sin embargo, ésta es, para mí, junto con la desconfianza, la visión corta, y las reformas mal hechas o a medio hacer, la cuarta causa profunda de nuestro subdesarrollo: nuestra incultura. Cultura es una palabra que quiere decir muchas cosas, y una de ellas es información. Quien no está bien informado de lo que ocurre a su alrededor, puede ser manipulado y engañado por los poderes constituidos con mucha más facilidad que quien no lo está, como es obvio. Y también es evidente que para que haya una información digna de ese nombre al alcance de todos es necesario que haya libertad, lo primero que suprimen las dictaduras, para las cuales es una necesidad visceral controlar la información a fin de mantener a la ciudadanía sometida. Ahora bien, no basta que haya democracia y esté garantizada la libertad de información para que ésta llegue a todo el mundo y todos los ciudadanos estén en condiciones de aprovecharla a fin de decidir con conocimiento de causa su conducta cívica. Para que ello suceda es preciso que en la ciudadanía haya unos coeficientes de educación mínimos que permitan a todos los ciudadanos leer los periódicos y los libros, escuchar la radio y ver la televisión y procesar debidamente, con lucidez y con juicio, lo que leen, oyen y entienden.

En este aspecto, América Latina está todavía muy rezagada respecto a las democracias más avanzadas del mundo entero. Entre nosotros, la información llega a los ciudadanos diversificada y mediatizada por los niveles de formación intelectual de cada cual, unos niveles que conforman un amplio abanico de posibilidades en los que suelen abrirse abismos vertiginosos entre los extremos. Más todavía que en el ámbito económico, en el cultural las diferencias entre los más y los menos favorecidos crean en nuestras sociedades un sistema de privilegios - de ciudadanos de primera, de segunda y de quinta clase- que es írrito a la naturaleza misma de la cultura democrática y una de las razones principales por las que los demagogos y los pícaros seducen a menudo, entre nosotros, con tanta facilidad a vastos sectores populares y son escuchados con más favor y simpatía que los políticos honestos y responsables.

Una sociedad bien informada vota y opta por las buenas opciones y tiene menos posibilidades de equivocarse que las que no lo están, o lo están sólo a medias, o no se interesan por estarlo por el desprecio que les merece la vida política. Déjenme contarles otra anécdota personal, que me ocurrió hace algunos años. Estaba en Auckland, en Nueva Zelandia, allá en ese fin del mundo, para dar una conferencia. Y vi, de pronto, grandes colas de gente ante los quioscos de las esquinas y a las puertas de determinadas tiendas. Pregunté qué querían comprar y me dijeron que ese día se ponía a la venta del público el Presupuesto de la Nación. Di un verdadero brinco de sorpresa. No, no era una broma, cada año los neozelandeses se precipitaban a adquirir y a revisar el denso Presupuesto presentado por el gobierno y que discutiría el Parlamento. Querían formarse una opinión al respecto y enterarse de qué les
depararía el inmediato porvenir. Bueno, bueno: enhorabuena y albricias a esa admirable democracia. Una ciudadanía tan bien informada y de tan alto civismo difícilmente podría ser embaucada por esos vendedores de aceite de serpiente y fabricantes de milagros que a menudo, entre nosotros, ofician de estadistas.

Que un gobierno se preocupe por la cultura no significa, desde luego, que, como ocurre en las sociedades totalitarias, fije normas estéticas y lineamientos ideológicos a los que deban ceñirse las actividades académicas y creativas. Significa que tiene la obligación de crear un entorno social y cívico donde estas actividades puedan desplegarse con total libertad y diversidad y en el que todos los ciudadanos sin excepción estén en condiciones de acceder a la vida cultural y aprovecharla. La educación es el instrumento clave para conseguirlo y, por ello, el Estado democrático debe obrar de modo que la enseñanza cumpla esta función formando ciudadanos que gracias a las aulas y a los maestros gocen de esa igualdad de oportunidades en el punto de partida de la vida - no en el de llegada- que, en las sociedades de veras democráticas, permite la movilidad social y económica, y restablece para cada generación e individuo un principio de justicia. Pero ni siquiera en el campo de la educación conviene que el Estado se arrogue el derecho de establecer monopolios o modelos únicos. Por el contrario, mientras mayor sea la diversidad en el campo de la enseñanza y mayores las opciones de elección para los educandos - a partir, se entiende, de unos mínimos coeficientes de excelencia- más rica y libre será la cultura resultante.

Finalmente, quisiera referirme a una actitud bastante extendida no sólo en nuestros países sino también en muchas democracias de viejo cuño, y que consiste en volver la espalda a la política y apartarse de ella por razones profilácticas, como quien se aparta de la peste. En muchos casos la política, en efecto, parece algo tan sucio, tan desprovisto de ideas y de ideales, tan pedestre y mezquino, que repele a los capaces y a los honestos. Pero ésta es, claro está, la peor manera de buscarle remedio al mal y la mejor de empeorarlo. Hay que incitar a los jóvenes, y sobre todo a los más idealistas y preparados, a que en vez de alejarse de la despreciable política se zambullan en ella para volverla más digna, más elevada y más decente, y para que de este modo, la política, en vez de ser el reino de la maniobra pequeña y de la intriga sórdida, se convierta en el instrumento de la justicia, del progreso y de mejores formas de vida para el conjunto de la sociedad. La política también puede ser eso y mucho más, un quehacer creativo, justiciero y civilizador si quienes hacen política tienen la integridad y el talento necesarios para enrumbarla en esa dirección, sacándola de la chatura o la mugre en que a veces naufraga.

Optimismo popperiano

Quisiera terminar esta charla recordando una respuesta de Karl Popper a los periodistas que lo entrevistaban, la última vez que visitó España, no mucho antes de su muerte. No recuerdo sus palabras exactas, pero sí, de manera muy nítida, el sentido de lo que dijo el gran pensador. "Sí, muchas cosas andan mal en el mundo en que vivimos, pues, adonde volvemos la mirada, advertimos motivos de zozobra e inquietud, lo que lleva a muchos a desesperar. Por favor, no lo hagan. Lo importante es recordar que, pese a todo lo mal que anda el mundo, nunca, en el largo curso de la civilización humana, desde los tiempos del garrote y la caverna, hemos estado mejor que ahora, pues nunca hemos tenido en nuestras manos tantos recursos científicos, técnicos, intelectuales, ni tantas experiencias e ideas acumuladas, para dar un combate eficaz contra los grandes males que aquejan a la humanidad: la pobreza, la enfermedad, el atraso, la injusticia".
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