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ARGENTINOS: NI TAN MODERNOS NI TAN SUPERADOS

(08/03/03)



País de Edipos irresueltos

Otra paradoja de factura local: el psicoanálisis, aceptado masivamente como signo de modernidad en los 60, fue entonces cuestionado tanto por los sectores más conservadores como por la izquierda.

OSCAR TERAN.


La historia reciente, desde el diván


El notable desarrollo de la historia intelectual en el mundo académico internacional llegó a la Argentina, y es casi seguro que llegó para quedarse, más allá de las modas culturales del momento. Si esto es así, es porque desde hace décadas se volvió a comprender, con Paul Ricoeur entre otros, que el conocimiento de la estructura simbólica de la vida social resulta imprescindible para entender las prácticas sociales e históricas.

La historia intelectual se ocupa precisamente de conglomerados de sensibilidad, ideas, creencias y valores que componen aquello que se ha llamado "el imaginario social". Los datos con los que esta disciplina trabaja son "hechos de representaciones" (discursos, imágenes), y uno de los modos de ingreso a sus interrogantes pueden ser no las grandes figuraciones del mundo y de la vida, sino "calas", "cortes", señales que permitan desde fragmentos culturales comprender y tal vez explicar aspectos más significativos de nuestro universo simbólico.

Precisamente, y junto con una valiosa bibliografía producida en la última década, el libro de Mariano Plotkin Freud en las pampas permite considerar un aspecto más amplio que el referido al desarrollo de una disciplina y de un campo profesional. Al ubicarse en el terreno de la historia intelectual, comunica ese fenómeno con estructuras de sentimiento, creencias y valores de una etapa de nuestra vida cultural. Y en la medida en que el psicoanálisis alcanza su punto de implantación más firme hacia la década de 1960, ofrece un mirador significativo para enfocar uno de los rasgos centrales de nuestra historia no solamente intelectual: me refiero a la compleja relación de la Argentina con la modernidad.

En efecto, es sabido que la segunda posguerra activó también en nuestro país un impulso modernizador de múltiples manifestaciones. Así, en esos años —caracterizados por un altísimo grado de inestabilidad institucional, con la proscripción del peronismo, movimiento político mayoritario, y unas fuerzas armadas erigidas en figuras políticas tutelares—, los nuevos vientos encontraron resquicios por donde penetrar en el campo intelectual y en zonas más amplias del espectro social. Acompañando ese movimiento, se asiste a la apertura de diversas instituciones intelectuales estatales y privadas de gravitación en la configuración cultural de la época, mientras en el ámbito universitario se crean nuevas carreras como sociología y psicología.

En ese período signado en la franja crítica de los intelectuales por la relectura del peronismo y por el deslumbramiento de la revolución cubana, los afanes modernizadores en la cultura contaban con una estela de difusión que desbordaba los círculos académicos. Así lo demuestran encuestas de mercado que se realizaron para el lanzamiento de una serie de fascículos de biografías de "grandes hombres", en las cuales este público de clases medias urbanas optó por la preeminencia de Freud. Para entonces el lenguaje psicoanalítico se hallará presente en revistas populares, shows televisivos, obras de teatro, ficción y ensayos, y su léxico ("complejo de Edipo", "transferencia", "sublimación") se detecta en sectores del habla extra profesional. El psicoanálisis formó así parte de la corriente de época en la cual, en un ambiente de criticismo y de experimentalismo, la categoría de "lo nuevo" adquirió una marcada legitimidad. Contó asimismo con sus propios héroes modernizadores y con difusores del nuevo mensaje, como Marie Langer, Enrique Pichon Rivière, Arnaldo Rascovsky o Eva Giberti.

Como en las demás esferas de la corriente modernizadora, también aquí se observa una compleja y crucial relación triangular entre modernismo, radicalismo y tradicionalismo que marcó las vinculaciones entre los campos intelectual y político. Al seguir las derivas de esta relación se concluye que diversa será la suerte corrida por estos programas en la cultura intelectual y estética, pero un balance general indica que todos ellos experimentaron algún tipo de fracaso, bloqueo o desvío respecto de sus propósitos reformistas y modernizadores. Esas trabas obedecieron al menos a tres tipos de causales. En principio, a un freno interno, en el sentido de haberse planteado objetivos que sobredimensionaban su capacidad de realización, verificando una vez más que —según el aserto de Gino Germani— la Argentina era un país más modernista que moderno. Luego, el que por ser estridente hasta el ridículo ocultó la visibilidad de los otros dos: el bloqueo tradicionalista, instalado en el Estado a partir de 1966 con una política cultural ranciamente conservadora. Por fin, un fenómeno paradójico, consistente en una radicalización del cambio que al privilegiar la práctica política erosionó la legitimidad de las actividades culturales.

En diversos casos se puede así observar el camino que, partiendo de la autonomía del quehacer intelectual, había llevado a la radicalización, y de la radicalización a la pérdida de autonomía. De todos modos, en la Argentina este tránsito no fue inmediato ni global, y las determinaciones ideológicas y subjetivas estuvieron mediadas por diferentes condiciones de institucionalidad material y de legitimación simbólica en cada disciplina o campo profesional. Así, no será igual el impulso, el recorrido y el freno de la corriente modernizadora en literatura, en ciencias sociales, en psicoanálisis, en arquitectura, en cine, en artes plásticas o en filosofía. Siguiendo a Silvia Sigal, puede suponerse que "la incapacidad de producir legitimidad endógenamente" indujo más fácilmente la búsqueda de instancias de autorización externas al campo intelectual, y es sabido que una de las esferas de mayor pregnancia disponibles en la época residía en la política y en la representación de lo político construida por los intelectuales.

Pero así como modernización cultural y radicalización política describen ya a mediados de la década del 60 una dialéctica en ascenso, junto con ellas operaría la intervención de fuerzas tradicionalistas desde el Estado y la sociedad. Es muy conocido el efecto destructivo que respecto de la universidad implicó la intervención autoritaria emblematizada en la llamada Noche de los Bastones Largos, que en el caso que nos ocupa condujo prácticamente al cierre de la carrera de psicología de la Universidad de Buenos Aires. El documentado libro de Plotkin reconstruye en este sentido recorridos altamente ilustrativos, como el de Mauricio Goldemberg, quien desde 1956 oficia como jefe del servicio de psicopatología del Hospital General Gregorio Aráoz Alfaro ("el Lanús"), donde se lleva adelante un plan que prosigue y extiende la modernización centrada en el sistema de comunidades terapéuticas en la línea de la antipsiquiatría norteamericana y europea, con un diseño que "implicaba una democratización drástica de la estructura hospitalaria". En 1970, los despidos de médicos y el fin de las comunidades terapéuticas mostraban la incompatibilidad entre semejante emprendimiento y el autoritarismo instalado en el Estado.

Pero, por ser menos subrayado, conviene recordar que el freno no estaba sólo localizado en políticas estatales. Como Plotkin indica, junto con innovaciones que, en cierta medida, alcanzaron a modificar el rol de la familia y de la mujer, las mismas ocurrían "en una sociedad que seguía siendo conservadora en muchos aspectos". Y así como en otro ámbito una encuesta revelaba que el público del Instituto Di Tella era lector de diarios tradicionales, amante de la música clásica y nada adicto a la televisión, esta impronta puede reconocerse aun en el discurso mismo de los héroes modernizadores del campo psicoanalítico, para algunos de los cuales la realización de la sexualidad femenina seguía estando más cerca del reproductivismo que del placer, mientras para otros "la maternidad era todavía el eje de la femineidad" y la familia tradicional un elemento imprescindible del orden psíquico y social.

Finalmente, bloqueados por derecha los afanes del modernismo reformista también iban a ser desafiados por izquierda. Es elocuente la transcripción de una reunión de psicólogos en la Facultad de Filosofía y Letras en el año 1965 para discutir las relaciones entre psicología, ideología y política. Allí, mientras José Bleger y Pichon Rivière defienden la autonomía del campo, para el prestigioso psiquiatra e intelectual Antonio Caparrós el psicoanalista como científico y el psicólogo como militante político debían coincidir. En las terminales de este conocido proceso en que la política se convirtió en la dadora de sentido de las demás prácticas, un discípulo de Goldemberg publicó en agosto de 1971 un artículo en la revista Nuevo Hombre en el cual sostenía que el psicoanalista debía integrarse con otros intelectuales militantes y mezclarse con los explotados para luchar juntos hasta las últimas consecuencias.

Empero, matizando esta imagen del "todo era política", Plotkin muestra que la fuente de los ataques hacia los psicoanalistas no residía en el carácter disruptivo que en sí misma conllevaría la doctrina freudiana, sino que la represión se debió más a la filiación política de psicólogos y psicoanalistas que al contenido "subversivo" de la teoría. Asimismo, documenta expresas defensas de la autonomía de la práctica profesional psicoanalítica destinadas a mantener clara la diferenciación entre "el científico y el político". Según esta versión, la ascendente influencia de Jacques Lacan permitiría un análogo posicionamiento al que en otros campos habilitaban los escritos de Althusser, donde unos intelectuales de izquierda localizarán una posible conciliación de cambio político y renovación teórica, en la medida en que se ponía a dialogar al marxismo con las vertientes más dinámicas del momento. Encontrarán asimismo en la célebre "autonomía relativa" de las formaciones ideológicas un lugar específico para el intelectual, ya que la filosofía debía ser una "arma de la revolución", como lo proclamaba el filósofo francés, pero al mismo tiempo tenía sus propias reglas de producción que no se derivaban de ninguna instancia extraintelectual. En un espacio más amplio, estas inspiraciones enriquecidas por la superposición del freudismo y el estructuralismo ofrecieron nuevas categorías interpretativas, en una línea que los desplazamientos teóricos de Oscar Masotta ilustraron muy precisamente.

He aquí entonces cómo desde la historia narrada por Mariano Plotkin (de la cual he recortado tan sólo un momento) se verifican algunas tesis interpretativas del período y se abren nuevos interrogantes para complejizar y matizar la visión de un pasado reciente cuyo significado nos sigue interpelando.


Oscar Terán es docente la UBA, la Universidad Nacional de Quilmes e investigador del Conicet. Su ultimo libro es Vida intelectual en el Buenos Aires fin de siglo, en Fondo de cultura.



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